VERÓNICA MURGUÍA
SOÑAR CON BIZANCIO (I DE II)
Me gustaría decir que mi pasión por Bizancio fue originada por la lectura del poema de W. B. Yeats: "Relumbran a media noche las losas imperiales/ llamas que ningún leño alimenta, ni acero ha encendido/ ni agita la tormenta/ llamas nacidas de la llama", pero los orígenes de mis obsesiones suelen ser más simples.
Todo comenzó con las imágenes de los teólogos enfrascados en una disputa bizantina –¿es el Espíritu Santo parte de Dios Padre? ¿O de Dios Padre y también del Hijo?– y de un anacoreta que pasó dieciocho años de pie sobre una columna. ¿De qué mundo provenían esas escenas, vislumbradas apenas en una clase de Historia Universal? Para la fantasiosa estudiante de secundaria que fui, bastaron cuatro lecturas para convencerme de que pocos lugares podían ser más interesantes. Así, me dediqué a aprender todo lo que pude. Aparecieron basileos, eunucos, autómatas, el fuego griego (el napalm de la Edad Media), los iconoclastas, la guardia vikinga que servía al emperador, el Hipódromo, las Cruzadas.
Constantinopla: el nombre se convirtió en un conjuro que congregaba imágenes soberbias o crueles. Me pasé tercero de secundaria leyendo episodios de santos y emperadores, con el libro de Asimov escondido dentro de mis apuntes de Historia de México, mientras la maestra nos trataba de enseñar qué sucedió en la Guerra de Reforma.
Me resulta natural que la fecha elegida por los historiadores para señalar el final de la Edad Media, esa época de "vida en estado puro", como dice la novelista española Ana María Matute, sea el día que cayó Constantinopla ante el ejército turco, comandado por el astuto y sanguinario Mohamed II. El 29 de mayo de 1453, Santa Sofía, la formidable catedral de Constantinopla, fue convertida en mezquita. Los jenízaros sellaron los mosaicos más hermosos de la cristiandad con yeso –no los destruyeron–, y el sultán añadió minaretes a la basílica. En lugar del llamado de las campanas, ahora suena el muecín, dulce y melancólico como una canción de cuna.
Estambul, ahora. Dice el otro poema de Yeats: "Por eso crucé los mares/ y vine a la santa ciudad de Bizancio." Y fuimos a Estambul, por curiosos y porque fue Bizancio.
Hace años escribí un cuento que sucedía en Constantinopla. Al protagonista le ofrecen tierras de cultivo en Pera –me pareció un buen aliciente para un mercenario que no tenía en qué caerse muerto– que yo imaginaba como una colina verde. Por eso arreglamos nuestra estancia en el hotel Mármara de Pera. Llegamos a Estambul de madrugada y el chofer del taxi nos señaló Aguía Sofia, el museo que fue mezquita y que fue basílica antes de ser mezquita. Ante sus muros espesos olvidé ese miedo diminuto que nos acompaña cuando nos enfrentamos a algo largamente imaginado, y nos ensombrece con la posibilidad de la decepción.
Alta y maciza, es al mismo tiempo graciosa y elegante, en parte gracias a las esbeltas agujas de los minaretes. "Antes de venir esa ruina, durante siglos,/ ásperos guerreros, con jarreteras en cruz a la rodilla/ o calzados de hierro, trepaban las estrechas escaleras."
Me senté a esperar la madrugada frente a la ventana. Debajo, centelleaban las luces de Estambul y parecía una ciudad como cualquier otra. Quería escuchar la llamada del muecín, pero en lugar del canto, oí –no invento nada– las campanas de una iglesia. Luego la vi y me sorprendió comprobar que no era antigua.
Entonces no recordé que había leído un ensayo del poeta ruso Joseph Brodsky titulado algo así como "Huida de Bizancio". En él explica cuáles fueron las razones que tuvo para visitar Estambul: allí vivió Constantino Kavafis, su poeta favorito. Buscaba, además, una atmósfera "en los márgenes de la historia"; quería que alguien lo llamara affendi y estar en la "segunda Roma". Cuenta, además, que Turquía le pareció detestable.
La primera noche que pasó en Estambul durmió en un hotel que quedaba a una decena de metros del hotel donde estábamos nosotros, en Pera. Tuvo una pesadilla: unos gatos luchaban contra una rata gigante y la rata los mataba. Mientras, Brodsky platicaba con el profesor Maximov, del Departamento de Filología de la Universidad de Leningrado, pero era y no era Maximov, porque parecía Lee Marvin. Brodsky escribe "Yo adoro a los gatos."
Yo también los adoro. Imagino que los habitantes de Estambul participan de esta forma de la devoción, pues nunca he visto gatos más prósperos y altivos que los gatos de Estambul.
(Continuará)
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