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ENTRE YAS Y TODAVÍAS (I DE II)
"I Hope I die before get old
" (espero morir antes de llegar a viejo): esto decía Pete Townsend, líder de The Who, en "My generation", canción compuesta por él mismo en la primera mitad de los años sesenta. Cuarenta y tantos años más tarde, lleno de canas y acusado de esto y de aquello, todavía con la guitarra en ristre y de jira por el mundo, el insustituible Pete finalmente ha llegado a viejo y el espíritu de su generación tampoco ha muerto, lo cual puede asegurarse al atestiguar que en música, cine, televisión, etcétera, todos los días se nos hacen llegar muchas, variadas y muy insistentes muestras de que sigue vigente aquel otro dictum netamente sesentero: "no confíes en nadie mayor de treinta"
Lo que el autor de Quadrophenia no podía prever es que esa desconfianza juvenil --enmarcada en un correlato generacional mucho menos expuesto al bombardeo mediático actual--, que en aquel entonces podía ser expresada en una esperanza de muerte que se quería heroica, sería hábilmente aprovechada por la mercadotecnia y acabaría convertida en una metalizada, intelectualmente empobrecedora y cosificante apología de la juventud, cuya más visible falsa virtud consiste hoy en premiar -psicológica, emocional e inclusive socialmente a quien "sigue siendo joven", y una de cuyas peores consecuencias radica en llenar de basura consumible los escaparates y de dinero juvenil las cajas registradoras instaladas junto a dichos escaparates.
Issa López |
Ser joven es, desde hace un buen rato, visto no solamente como un privilegio sino incluso como una especie de torcida obligación. Partiendo de la premisa equivocada de que la juventud es no sólo la mejor sino de hecho la única fuente donde abrevar lo mejor de la vida, el placer y la felicidad, hay hordas de veinteañeros a quienes el abandono cronológico de las dos décadas de existencia les provoca un temor habitualmente traducido en ciertas insistencias: en la manera de hablar, los gustos, las actitudes, las actividades que se realizan, y que también puede manifestarse bajo alguna de las muchas modalidades del ridículo.
LA PERA MADURA
Resistirse a madurar se ha convertido, como consecuencia, en un quijotismo por demás equívoco, puesto que parte de una comprensión incompleta o deficiente de las posibles causas que pueden orillar a mantener una conducta que otros, sencillamente, calificarían de inmadura.
De todo lo anterior y de algunas cosas más parecen adolecer prácticamente todos los personajes de Efectos secundarios (2006), dirigida por Issa López. En el amplio sentido de la palabra "adolecer", cuyo uso desde luego no es casual aquí, consiste en buena medida la clave de esta historia que, sin embargo, se cuida bien de mencionar siquiera la palabra "adolescente", por más que el planteamiento general, las situaciones y el desarrollo dramático de los cuatro coprotagonistas haga pensar constantemente en la doble acepción de la palabra.
Sobre todo al personaje llamado Marina (Marina de Tavira), eje de la acción, parece dolerle la inminencia de sus treinta años, cumplideros al día siguiente del momento en el que arranca la historia. Para enfocar la mirada de los personajes y, con ellos, la del público, en el tiempo de los "dorados" veinte que con dolor y sin remedio dejan de ser el presente, la trama comienza con Marina y Adán, a quien conoce desde hace más de una década y con quien sostiene una amistad a toda prueba, rememorando los que sin remedio se han convertido en sueños frustrados. Mero acto introductorio para dar pie a lo que será el detonante del resto de la trama: una reunión de antiguos compañeros de preparatoria, vale decir, una voluntaria pasarela de exhibicionismo útil para averiguar quién, de todos los que acudan, está más instalado en el pretérito, quién sigue igualito y quién cambió.
El punto de vista narrativo de Issa López busca la identificación del espectador con Marina y Adán, inicialmente reacios a asistir a la fiesta, de cara al resto de casitreintañeros que, de manera previsible, son dibujados como simples caricaturas engrosadas de quienes fueron doce años atrás. Los apodos con los que son rememorados por Marina y Adán, las pocas palabras que se les permite expresar y la mínima acción que desarrolla ese conjunto de estereotipos, no dejan lugar a dudas respecto de algo que se supone debe concluirse: los únicos que han madurado son, por supuesto, Adán y Marina. El problema, tanto para ellos como para el resto de la historia, es que eso no es verdad.
(Continuará.) |