Papini: el escepticismo de la cruz
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA
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José Antonio Hernández García
Papini: el escepticismo de la cruz
EL CRISTIANISMO COMO FORMA DEL ESCEPTICISMO
Giovanni Papini, el escritor polémico, irreverente, iracundo, falleció hace ya medio siglo. Leerlo en los albores del siglo XXI podría parecer anacrónico o francamente anticuado. Solamente algunos escritores egregios, como Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, Mircea Eliade o Alfonso Junco aquilataron la importancia de su obra y la calidad excepcional de su estilo, más allá de la moda que significó leerlo y discutirlo en los primeros tres cuartos del siglo XX. Un escritor como él, formado al socaire de crisis y convulsiones espirituales e históricas, con una sensibilidad que estuvo marcada por el milenarismo renacentista, por el escepticismo cristiano y por la presencia virtual del Juicio Universal, tiene todavía mensajes que dar y problemas que plantear a las nuevas generaciones. La atmósfera es propicia para que sus escritos sean objeto de una nueva reflexión, pues muchas de sus preocupaciones siguen terriblemente vigentes.
Papini (1881-1956) no ha traspasado del todo el purgatorio de los libros descatalogados. Tal vez dejó de ser el escritor iridiscente e iconoclasta y acaso se haya convertido en una lectura para adolescentes. Sin embargo, el valor de su obra excede un interés tan glandularmente determinado. Es justificable volver la mirada hacia la mayoría de sus obras –prescindiendo de algunas polémicas circunscritas a épocas precisas y a personajes particulares– porque la visión y las actitudes genuinas del uomo finito enuncian, vigorosamente, muchas de las inquietudes contemporáneas.
Problemas análogos al de la clonación y los dúplices de artistas (los sosías) ya se encuentran atisbados en El libro negro. En el Espía del mundo apunta algunas consecuencias metafísicas y espirituales debidas al desarrollo de la física atómica y al nuevo despliegue de las comunicaciones espaciales, con el trastoque correlativo de la concepción del tiempo. Muchas otras cuestiones relacionadas con teorías del origen del universo o con la política pueden servir de piedra de toque para comprender nuestra realidad actual. Pero es en el dominio de los fenómenos del espíritu y del alma humana donde sus dotes de escudriñador agudo gravitan con mayor fuerza. Su conversión al catolicismo estuvo impregnada del matiz paradójico y polémico inherente a su personalidad.
En el fondo, Papini nunca dejó de ser un romántico, añorante de la sencillez de la vida, de la liturgia familiar en que se convierte la hora de la comida, cuando se rinde culto a los frutos de la tierra. Esas evocaciones nostálgicas, plenas de lirismo, aparecen en un libro escasamente leído: Segundo nacimiento.
En su Diario íntimo, publicado póstumamente, Papini se ve a sí mismo como un evangelista del retorno en el siglo XX, junto con Bloy, Unamuno y Berdiaev, quienes representarían, respectivamente, los evangelios de la pobreza, la tragedia y la transfiguración. Así, nos revela la concepción de su propia filosofía como un retorno análogo al postulado por Nietzsche; tenía una concepción cíclica de la vida. En 1948 expresaba esta idea:
Esquema de la vida universal, desde la estrella al imperio. Algo se une, crece y arde; después, poco a poco, se empequeñece y se enfría, para morir al fin. Se agranda, brilla y se quema, pero siempre inútilmente. Desde los átomos hasta los pueblos de la Tierra toda, la existencia no es más que una tentativa, un conato, un desastre y una derrota.
Si comparamos sus libros iniciales con sus pensamientos y observaciones postreras, advertimos que siempre mantuvo una posición escéptica, desde su juventud nihilista e iracunda hasta su vejez, frecuentemente rabiosa y combativa. Su asunción del catolicismo operada después de la primera guerra mundial, conservó incólume su sustrato de rebeldía y desesperación. Su último secretario privado, Victorio Franchini, sostiene que su conversión realmente comenzó a formulársela desde 1907, cuando se desposó mediante el rito católico con Giacinta Giovagnoli, y que ya se anunciaba cuando decretó el fracaso de la filosofía en El crepúsculo de los filósofos (1906). Al aparecer, en1912, Palabras y sangre, sugiere, en el cuento "El verdadero cristiano", que no es justo que un hombre de fe rija sus pensamientos y sus actos sólo para ganar el Paraíso.
Con la publicación de la famosa Historia de Cristo, hacia 1920, aunque era la confirmación de su credo, advertimos también la impronta de un cristianismo pascaliano, deseoso de querer creer, aunque también se asemeja al "creo porque es absurdo" de Tertuliano. Su conversión no implicó la asunción acrítica del dogma y de la fe; revalora la potencialidad creadora del cristianismo como forma suprema del escepticismo. Afín al paleocristianismo, nunca abjuró de ninguna parte del credo esencial católico. Quizá por eso fue devoto de San Agustín, el gran pagano vuelto piedra fundacional de la teología cristiana, y de Savonarola, el fraile de fuego, el escéptico de la redención de la naturaleza humana y, en esa medida, el más incondicional de la ira divina.
Papini comentaba con frecuencia que era necesario apasionar de nuevo a los hombres acerca de la idea de Dios, sin que ello lo exentara de escupir sobre la imbecilidad humana. Con la publicación de su polémico libro El diablo, confesó que su finalidad era explorar la posibilidad de conceder el perdón cristiano al enemigo de Dios, pero también era un llamado para volver la mirada hacia el Creador, en momentos en que la guerra, el nihilismo y la confusión abonaban a favor del descreimiento y de la defección de la fe.
En un proyecto que nunca cobró forma, Diccionario de los cínicos, define así al hombre: "Un gargajo del pene vomitado con retardo por la vulva." Esto lo escribía en 1946. Papini participó, más que del humanismo renacentista, del ardor de los cínicos griegos; en el cristianismo, privilegió el cataclismo apocalíptico de San Juan sobre la paciencia caritativa de la teología paulina. No fue un dogmático en la fe; era, más bien, un rebelde en la fe.
En síntesis, vivió en el Renacimiento por la expresión artística de la revelación, pero la literatura le permitió tramontar el tiempo. Fue cristiano a condición de mantener una visión escéptica de la humanidad pues, en suma, la doctrina de Jesús surge por la desconfianza divina de que los hombres sean capaces de redimirse por sí mismos. Fue cristiano más por la duda que por la doctrina.
Conviene recordar que en su hagiografía sobre San Agustín ve en el género humano, al igual que el obispo de Hipona, una masa damnationis o masa perditionis, por lo que su escepticismo no busca respuestas sino consuelos en la fe. Encuentra también los antecedentes de la duda metódica en La ciudad de Dios, doce siglos antes de que la formulara Descartes, y reconoce que San Agustín es quien acuñó el término "humanidad", a la que concibe como una "sociedad compuesta de muertos más que de vivos, que comprende el futuro además del pasado, y que está unida no con argamasa material sino con trabazones espirituales".
La visión de Papini es similar a la de San Agustín en tanto navega en medio de las sinuosidades del alma. Comparte las grandes paradojas agustinianas: cree en la necesaria libertad humana pero le opone la teoría de la predestinación y de la gracia; defiende la continencia sexual, pero admite la necesidad de la prostitución. Ese cristianismo, que comprende la perspectiva de lo divino sin olvidar la naturaleza terrenal de las pasiones que, como el postulado de Leibniz, tiene razón en lo que afirma pero no en lo que niega, es el que abrazó con fervor el escritor florentino
LA POESÍA ES LA COMPLICIDAD CON DIOS
Tal era el valor de su ya reconocida obra cuando frisaba los cuarenta años, que su anunciada conversión produjo reacciones violentas entre los círculos culturales europeos. El dogmático del existencialismo, Sartre, le espetó carecer de firmes convicciones nihilistas; "soy un cabeza dura porque tengo las ideas duras" parece que le contestó al filósofo estrábico el creyente miope, cuando éste lo tildó de cabeza dura por no analizar siquiera la virtualidad existencialista del cristianismo. A Sartre, quien pensaba que "existir es beber sin tener fe", Papini intentó brindarle la posibilidad de que buscara otra fuente, que bebiera aguas de manantiales más cristalinos y menos salitrosos. El cristianismo de Papini es vivo, en ocasiones irreverente, menos dogmático que el existencialismo del concubino de dentadura deforme de Simone de Beauvoir.
Las críticas hacia su conversión provinieron de los más diversos frentes. El barón Julius Evola, animador por esas épocas de grupos vanguardistas relacionados con el dadaísmo, estudioso en ciernes de ritos iniciáticos y autor de un poema introspectivo titulado La noche oscura del paisaje interior, dejó también constancia de su decepción, pues consideró que Papini se había convertido –después de ser uno de los abanderados más notables de la rebelión contra el mundo moderno– en el símbolo de una abdicación, mientras que antes había encarnado, de acuerdo con el propio Evola, el símbolo de la conquista, cuando fue el líder indiscutible del Sturm un Drang italiano con sus revistas Leonardo y Lacerba.
El juicio de Evola es importante porque con posterioridad sería uno de los intelectuales más agudos y polémicos del ventennio fascista. Critica a Papini por haber sucumbido al llamado patriotero de los futuristas, que no promovieron la guerra para confrontar con heroicidad el sentido imperial germánico, sino en virtud de un irredentismo banal y sentimental. Además, considera que en El hombre acabado frivolizó sus posibilidades de acceder a la alta mística y a la iniciación propiamente dicha. Tal vez tenga razón en términos generales. Pero Papini, la última fragua del ochocientos italiano, buscó un asidero más inminente y seguro en la poesía y en el arte. Su naturaleza no era propicia para acceder a lo trascendente mediante la ascesis o la unión mística. Su vinculación metafísica con la tradición gibelina del imperio y con los misterios medievales fue la escritura y la gnosis católica genuina; el conocimiento no como ejercicio especulativo, sino como el desvelamiento de la verdad que ya se traslucía en los misterios eleusinos. Su conocimiento de Dante vivo y de los símbolos ínsitos en la pintura de Miguel Ángel, a quienes consagró sendas biografías eruditas y llenas de poesía, sugieren que volcó su espíritu para leer entre líneas el carácter sagrado de los actos mundanos.
La preocupación permanente de Papini como retratista no reside en resaltar lo maravilloso o lo numinoso de los santos y los artistas; pretende demostrarnos el pesado fardo terrenal que llevan a cuestas quienes han experimentado una visión de lo absoluto, sea a través de la contemplación o de la concentración de las virtudes eminentes. Su visión nos recuerda, en muchos aspectos, al estudioso de la tradición, Frithjof Schuon, quien afirmaba que "la vía hacia Dios entraña siempre una inversión: de la exterioridad es necesario pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad". Tal fue la vía de Papini en su búsqueda racional y sacramental de lo trascendente.
Miguel Ángel es emblemático en la vida del propio Papini. Se siente, como él, un florentino del Renacimiento que se somete a la autoridad papal, pero que se mantiene fiel a la tradición artística grecorromana, a la contemplación de la belleza y al éxtasis que produce en la conciencia; el arte pagano en armónica hipóstasis con el ideal cristiano. El espíritu de Papini conserva su escepticismo fundamental, aunque anclado inquebrantablemente en la doctrina de la salvación, la palingenesia y la apocatástasis. Para él, la poiesis, la creación propiamente dicha, es también una forma de la revelación. Por eso un artista no es solamente una criatura; es, en cierta medida, un cómplice de Dios.
El escepticismo es, quizá, la explicación más acertada para comprender su pesimismo respecto del devenir humano; nos permite apreciar cabalmente su indiferencia para acceder, por una vía iniciática regular, a los misterios del cristianismo. Indudablemente, optó por el camino del conocimiento exotérico, una vía apropiada para un alma atormentada pero sencilla. Su nostalgia romana e imperial la depuró hasta volverla, por transfiguración platónica, en idea y palabra.
LA BÚSQUEDA DEL PADRE
A Papini le inquieta, sobre todo, la idea del Padre en un sentido metafísico; eso le dio sentido como criatura y artista, como hombre y escritor, como europeo y pensador escéptico. No identifica la paternidad con la idea del origen, aunque indefectiblemente sean equiparables, pues le parece una vana pretensión cientificista –un pecado de soberbia– escrutar con instrumentos tan imperfectos e insuficientes, como la razón, el origen de nuestra naturaleza profunda que, a la luz del cristianismo, es inmortal y eviterna. El milagro de la creación ocurre todos los días ante nosotros; observamos el misterio del origen en cualquier manifestación de la naturaleza: en la semilla que brota, en la lluvia que fertiliza, en el beso que cautiva. Son todas manifestaciones de la suprema magnanimidad del Padre; la prueba más sublime es habernos ofrendado a su unigénito para redimir a la especie. Tal es la condición metafísica de la caída y la posibilidad concreta de reconciliarnos, no con nuestro origen, sino con el Padre.
Nos proporciona una extensa reflexión acerca del Padre en la Historia de Cristo:
El amor del esposo es fuerte, pero carnal y celoso; el del hermano está frecuentemente envenenado por la envidia; el del hijo, manchado tal vez de rebelión; el del amigo suele tener la mácula del engaño; el del amo, henchido de orgullosa condescendencia. Pero el amor del padre a los hijos es el perfecto amor, el puro, desinteresado Amor. El padre hace por el hijo lo que no haría por ningún otro. El hijo es obra suya, carne de su carne, hueso de sus huesos; es una parte suya que ha crecido a su lado día a día; es una continuación, un perfeccionamiento, un complemento de su ser.
No podemos reducir su cristianismo al escepticismo y a la búsqueda del Padre, porque sus reflexiones, a veces líricas, en ocasiones eruditas, cubren un espectro muy amplio de las preocupaciones teológicas y morales. Sin embargo, los ejes de su fe pueden ser éstos. Incluso su idea de la historia la entiende como el desenvolvimiento accidentado de la fe, supeditada a la angustia de los hombres que se plantean un final inminente. Y aquí inminencia no significa la proximidad de un final físico; más bien es la certeza de que sólo el alma pervive. Pero él es un artista dubitativo ante el azar de lo humano, y siempre está tentado a descreer no de Dios, sea por la tesis decimonónica de su existencia o inexistencia, sino de la imperfección de su más sublime creación.
A nivel psicológico incluso, la figura paterna esta ausente en la obra de Papini, no así la de su madre. Tal vez debido a que su padre, Luigi, era ateo, masón y garibaldino, y le prohibió a su madre, Erminia Cardini, que lo llevara a la pila bautismal, se potenció en él el amor hacia ésta, pues desoyendo los consejos de su esposo condujo al bebé Giovanni a que le dispensaran el primer sacramento. Lejos de cualquier disquisición psicoanalítica, es importante reconocer el nivel metafísico de la paternidad a la que alude. Después de haber navegado por los procelosos mares del nihilismo, la búsqueda de una certeza, de un asidero, solamente la pudo encontrar en un Padre, a pesar de que en múltiples apuntes se desliza cierta proclividad panteísta, propia de quien siguió con fidelidad a Horacio y a Virgilio, y de quien se siente coetáneo de Dante y de Petrarca. Y es que Papini funda su necesidad de creer en que, si bien fuimos creados, también fuimos arrojados del Paraíso, expulsados del reino celestial. Somos seres caídos, y la reintegración al reino de Dios no riñe con nuestra condición pensante; la duda es una genuflexión del alma.
Miguel Ángel era un gran admirador de Dante. Al igual que el autor del Juicio Universal (no hay que olvidar que Papini intentó trasladar el fresco de la Capilla Sixtina a una larga e inacabada reflexión sobre el destino humano), el escepticismo papiniano entroncaba en la sabiduría mistérica de Dante, el poeta que "no estaba hecho para le donne, i cavalier, larmi e gli amori, sino para los aullidos de los condenados".
Giovanni Papini concluyó su itinerario terrenal el 8 de julio de 1956, a las 8:45 horas. Poco antes de morir pidió que le leyeran algunos capítulos de su Vida de Miguel Ángel. Su última colaboración en el Corriere della Sera, en su espacio llamado Astillas, la publicó el 24 de junio, festividad de San Juan Bautista. En ella aflora también su cristianismo preñado de paradojas, su escepticismo esencial, su necesidad de cerrar los ojos y, así, ver la luminosa sonrisa del Padre:
Mira más atentamente las estrellas. Las estrellas son maravillosas. Las estrellas dicen, al que sabe leer, una palabra más justa que la de los catedráticos y los que explican vanidades. El granito de polvo que pisan tus pies no es más que un grano estelar en un precipicio sin orillas. No te hinches de soberbia, no te creas un dios padre, un rey terrestre; confiesa que no eres un creador sino una criatura.
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Estamos solos en el borde del infinito; ¿por qué rechazar la mano de un padre? Hemos sido lanzados, efímeramente, desde lo alto de la eternidad; ¿por qué rechazar el apoyo, aunque sólo sea para quedar sujetos por los clavos de una cruz de campo?
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