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HUGO GUTIÉRREZ VEGA
UNAMUNO E IBEROAMÉRICA (X DE XI)
Reprocha, por otra parte, don Miguel, a algunos escritores latinoamericanos su europeísmo ramplón y les pide que, en lugar de contar sus aventuras en los bulevares parisinos, describan los contrastados paisajes de su gigantesco continente.
Es curioso que un libro errático y desigual como el de De la Riva haya provocado tantas reflexiones de Unamuno. Tal vez funcionó como detonador de las preocupaciones del filósofo, que lo tomó como pretexto para especular contra esto y aquello, y para dar forma a su pensamiento sobre los temas americanos y, en particular la relación entre España y sus antiguas colonias.
A los lugares comunes acostumbrados por el peruano en torno a las carencias, defectos, vicios e imperfecciones de los americanos, Unamuno agrega una inteligente observación sobre lo que él considera la carencia principal no sólo de América sino también de España: "Y les falta otra cosa, la misma que nos falta a los españoles para volver a tener un ideal que nos dé originalidad: les falta sentimiento religioso de la vida, porque la religión que heredaron de sus padres y los nuestros es ya para ellos, como es para nosotros, una pura mentira convencional." En ella laten Don Sandalio, jugador de ajedrez, Nuestro Señor Don Quijote y los temas esenciales de La agonía del cristianismo y Del sentimiento trágico de la vida. Hay en el fondo un anhelo de perfección nutrido en la lectura de los místicos, una repulsa de la vulgaridad, la beatería, la demagogia y la politiquería, un deseo de regresar a las raíces mismas del cristianismo y de revivir la idea de que la palabra "religión" viene de religar, de unir a los hombres y a las pequeñas y entrañables cosas de todos los días. Estas observaciones lo llevan (el pensamiento de Unamuno y el método para elaborar sus ensayos son un río caudaloso y sus numerosos afluentes. A veces toma uno de ellos, lo agota hasta sus últimas fronteras y regresa al cauce principal. Así avanza el ensayo hasta llegar a la mar. Y no es que le interese concluir sus disquisiciones con el tono inapelable de una campanuda encíclica. Todo lo contrario. Generalmente, no siempre, pues a veces actúa como un enfático sermoneador peninsular, deja abiertos los finales para que el lector los complete o para iniciar un debate, provocar una reflexión y abrir la puerta a nuevos puntos de vista) a señalar el peligro representado por lo que llama el "mamonismo" de los americanos, y que consiste en centrar toda la vida y los esfuerzos en torno al enriquecimiento y la prosperidad material, "sin contrapeso, esto amenaza desnaturalizarlos y convertirlos en verdaderos salvajes bizantinizados".
Hace, además, la crítica de los ideales civiles expresados en crudo, sin que se establezcan los indispensables matices: "Si el que lucha por la libertad no tiene una idea, más o menos clara, del uso que de ella ha de hacer luego, jamás será libre; ni será de veras independiente aquel pueblo cuya clase dirigente no tenga una conciencia, más o menos clara, del valor histórico de ese pueblo, del uso que ha de hacer colectivamente, y para los grandes fines de la cultura, de esa independencia."
En las notas sobre literatura hispanoamericana que publicaba en La Lectura, don Miguel hace gala de la enfermedad que llamaba "misogalismo o francofobia", de la cual no quería curarse, pues la asumía como "crónica" y cada vez "más arraigada y profunda". Sin embargo, su inteligencia no le permitía caer en el fanatismo o en el ataque maximalista. Por eso lamentaba no la influencia ejercida por lo francés bueno, sino la derivada de lo francés de pacotilla, de las novedades sin sustancia valiosa, de las vulgaridades del bulevar. Esta todopoderosa presencia francesa, según don Miguel, encontró su contrapeso en la influencia anglosajona en México, italiana en Argentina y alemana en Chile. Tiene razón en algunos aspectos, pues queda claro que los liberales mexicanos, indudables defensores de la coherencia histórica, buscaron apoyo en Estados Unidos, que lo otorgó para cumplir sus planes de correr a los europeos –leáse Francia y Napoleón III– de la casa política americana ("America for the Americans", decía el demagogo míster Monroe, inaugurando con su frase el nuevo imperio), mientras que los conservadores eran notorios afrancesados ("euromaníacos", los llamaba un ingenioso jerarca masónico), cómplices de los planes expansionistas del Napoleón pequeño que apoyaba a los ejércitos confederados, esperando que su victoria liquidara a los unionistas de las colonias anglosajonas, y que proponía una "internacional conservadora" integrada por el imperio francés y los imperios latinos de América: el Brasil del bonachón botánico y astrónomo Pedro II de Braganza, y el México de su primo, el archiduque de Austria y emperador, marino, botánico, carbonario y enamoradizo, Maximiliano I. En estos planes, Napoleón era todo menos pequeño, pues si no los había concebido, los había adquirido de las ideas de Dubois de Saligny, haciéndolas suyas hasta el estruendoso fracaso del sueño que compartía con doña Eugenia de Montijo y todas sus gracias y violetas.
(Continuará)
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