Para mayor gloria del teatro
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Otto Minera
Para mayor gloria del teatro
Empiezo con un ejemplo, un me temo– mal ejemplo. Me lo ofrece Michael Patterson, profesor en la Universidad del Ulster, Irlanda: "A principios de los setentas tuve que soportar una producción londinense, extremadamente aburrida, de La ópera de los tres centavos, una producción sin vitalidad alguna, muerta, teatralmente, artísticamente, iluminada con tacañería, y cuyo principal rasgo o apuesta conceptual era que todos los actores tenían, como clowns, el rostro maquillado de blanco. La ofensa contra Brecht se hizo más grande aún cuando un importante crítico escribió el siguiente domingo en el Observer que tal vez no era suficientemente depresiva en todos sus aspectos para complacer a los fanáticos brechtianos."
Los riesgos de la herencia de Brecht. Los "herederos" –autonombrados– dilapidan su herencia, revuelcan su nombre. ¿Y quién carga con la culpa? Pues él. Su nombre acaba asociado con muestras de mal teatro, torpe, falto de oficio. Y no él está aquí para ponerlos en su lugar, impedir el abuso y la ofensa. Irresponsabilidad e impunidad campean. Cualquiera se declara actor o director, y enseguida se sigue de frente y se declara brechtiano. Y ya, así hay que tratarlos. Y van por los teatros cometiendo desmanes, ahuyentando a la gente, haciendo exactamente lo opuesto a lo que siempre quiso e hizo Brecht.
Y nunca falta un roto para un descosido. Y se completa el círculo de la impunidad. Ya uno abrió la boca y dijo que era brechtiano, y con la misma superficialidad y la misma ignorancia, otro más a partir de ese momento lo admira, lo aplaude. Y ahora sí que nadie sabe nada, qué diría Leñero, e instalados en la incultura teatral, y en la incultura a secas, el "brechtiano", ebrio de sí mismo, aprende que basta con abrir la boca, que ni falta que hace hacerse con la preparación, la experiencia, el oficio.
Brecht no se limitó –¡santo santo, quien seas el del teatro, hay que repetirlo!– a abrir la boca y decir: soy Brecht. ¿Cómo fue que pergeñó la que es una de las obras más importantes de la dramaturgia moderna escrita por alguien muy joven, ¡tan joven!, Baal, antes de cumplir veinte años? (La otra "gran primera obra" es Woyzeck, de Büchner, a quien Brecht, por cierto, nunca le quitó el ojo de encima.) Seguramente contó con un talento natural –afirma un crítico que Baal prueba su "prodigioso talento de poeta teatral"– pero, en todo caso, ese talento fue templado con largas estancias a la sombra del árbol gris de la teoría, y del verde de la vida.
Recibió y absorbió una educación rigurosa. A los quince años ya es suya la herencia clásica, griega, latina, con lo que adquiere la cimbra intelectual y las armas del estilo que sostendrán y abrirán paso a su trabajo. No fue el azar, fue el trabajo. No fue ninguna ocurrencia, fue el trabajo. Y, en la otra mano, sus años en Augsburgo los goza atrevida, intensamente: la amistad, sin fisuras –por ejemplo, con Caspar Neher–; el amor, romántico, sexual, sin recato, apasionado –si no para qué. (Recordemos la obra de Wedekind, su admirado Wedekind –"Con Tolstoi y Strindberg, uno de los educadores de la Europa moderna."–, Despertar de primavera, retrato de la juventud alemana partida entre la sofocación y la libertad.)
Brecht, con la astucia que será siempre una de sus herramientas básicas para la acción en los tiempos difíciles –para la lírica, y para la vida– (recordemos ahora sus Cinco dificultades para escribir la verdad), logra sacarle el bulto al apabullamiento que solía infligir el brillante, mas prusiano, régimen educativo alemán, e irse por el sendero celebratorio de la vida y sus placeres, como se puede apreciar en la siguiente escena ocurrida en 1918 y registrada en un texto luctuoso por la muerte de Wedekind: "La noche del sábado cantamos sus canciones acompañadas con la guitarra mientras nos dejábamos llevar por la corriente del Lech, bajo el cielo poblado de estrellas: la canción de Franziska, la del niño ciego, otra para bailar. Luego, muy tarde, sentados en el muelle, con los pies casi en el río, cantamos la de los caprichos de la fortuna y su extremada rareza, que sugiere que lo único y mejor que uno puede hacer es dar una y otra marometa cada día."
Brecht se divertía como enano y trabajaba como esclavo. Suya es la frase: "Todavía no he acumulado suficientes horas nalga para acometer satisfactoriamente tal o cual empresa literaria." Lo que es decir que tampoco sirve trabajar a lo bruto, no se trata de trabajar por trabajar. Como todo artista que ha de superarse para tocar alturas respetables, él es el primero que se destroza a sí mismo. ¿Quién que se perdona todo puede escribir bien? ¿Quién que se piense infalible –¡vaya estupidez!– podrá llevarse a ser autor de una página, una, que merezca en el Juicio Final de la literatura un sitial distinto al del bote de la basura? Brecht trabajará tanto que no sería de extrañar que su muerte prematura haya tenido que ver con eso. Menuda tarea la de hacer el mejor teatro posible. En su caso, llegar a hacer, sin duda, el mejor teatro –aunque haya otros– del siglo XX. Para ello, no basta abrir la boca.
Y, como de costumbre, por si no fuera ya tarea mayúscula, casi imposible, crear una gran obra, un gran teatro, tuvo que enfrentar a ignorantes y burócratas hechos con el poder. El gobierno comunista de Alemania Oriental que, como es usual en estos casos, de izquierda tenía lo que el fondo del mar de pico de montaña, se dedicó a hostigarlo. Claro, al mismo tiempo pagaban por su teatro –y se colgaban la medalla–, pero le dejaban sentir que tenían la punta de la cuerda en las manos y la jalarían hasta asfixiarlo a la hora que así lo decidieran. Las burocracias de siempre y de todo signo, apoderadas del ritmo de los latidos del corazón de las intentonas humanas.
Así que tampoco extrañaría que otra razón que jugó algún papel en la muerte prematura de Brecht haya sido, precisamente, aquel régimen autoritario enmascarado de progresista, de constructor del futuro luminoso de los pueblos del mundo. Cuando, en 1953, los obreros se alzan en protesta, se le pide a Brecht que firme una declaración a favor del alzamiento. Y Brecht cierra la boca. Y, seguramente, se le cierra un poco más el corazón. Sabe que, si lo hace, se pierde el Berliner Ensemble, cientos de personas dependen de ello, y ahí están fabricando, de veras, el mejor teatro posible en aquel mundo. Se calla. Y, digo yo, se muere tres años después. Episodio ignominioso, duro, terrible. (Puesto en tela de juicio en la obra de 1965 de Günter Grass, Los plebeyos ensayan la revolución.) Brecht se calla en público. En privado, en la intimidad de su poesía, rumia su pena –en el doble sentido de dolor y vergüenza. (Un poema, traducido al vuelo, y que lleva por título "La solución": "Tras el levantamiento del 17 de junio/ el secretario de la Unión de Escritores/ hizo distribuir volantes en la calle Stalin/ proclamando que el pueblo/ había defraudado la confianza del gobierno/ y sólo podría recobrarla/ con redoblados esfuerzos. ¿No sería más fácil/ en ese caso, que el gobierno/ disolviera al pueblo/ y eligiera otro?")
Esto sí sería el legado de Brecht. Tendría que ser. El verdadero legado. No copiarlo mal, sin entenderlo y desde la desfachatez intelectual y artística. Tomar la estafeta que le tiraron de las manos, recogerla y correr con ella otro tramo. Hacia el reverdecimiento del árbol de la vida y contra los dogmas, los abusos del poder de cualquier signo que intente sofocar, desde la incultura generalizada, la libre respiración del arte del teatro. La libertad que acogiera al arte más alto, que acompañara a la sociedad más avanzada, fue lo que quiso que llegara. Era, y es, lo único importante. A diferencia de los brechtianos atorados en su mal entender las teorías de Brecht, él decía, palabras más, palabras menos: si la vida no cabe en el teatro, es el teatro el que tiene que cambiar.
No la vida, que es lo que pretendieron de él, venciéndolo. Pero lo dejó dicho. Y hecho. Hay que abrirle cauce a la gloria y belleza del teatro, que ha de correr paralelo a la vida si ha de ser teatro, teatro. Las teorías, incluidas las suyas, hay que conocerlas en serio, valernos de ellas tras conocerlas en serio, trabajar, trabajar, por un teatro mejor, es decir, igual a por un mundo mejor; pero, a la hora de la verdad, es la gente, es el arte, es el verde árbol de la vida lo que cuenta. Los autonombrados brechtianos, a los que se puede reconocer por el pésimo teatro que hacen, se enteraron convenecieramente de las teorías de Brecht y, armados de dos o tres dogmáticas convicciones, van abriendo la boca exigiendo sumisión. Como Walter Ulrich.
Brecht, que sesudamente teorizó, sólo y siempre para allegarse modos de llevar su teatro al máximo esplendor, tenía, tuvo siempre claras las prioridades. Porque la gente quiere, ha querido y querrá siempre que le ofrezcan disfrutar del buen teatro. ¿Quién quiere ver mal teatro, justificado en razones ajenas al teatro? Cito a Brecht: "Un teatro que no haga contacto con la gente no tiene sentido
[Y la falta de contacto] proviene de la ignorancia de lo que la gente quiere del teatro
que se pone a hacer lo que la gente no quiere de él."
Brecht tuvo siempre claras las prioridades. Contó Lotte Lenya: "A la mitad me detuve un segundo y dije: Brecht, ya sabes, tu teoría del teatro épico
tal vez no quieras que cante como canté
¿Qué tan emotiva tiene que ser Surabaya Johnny?
Él dijo: Lenya, querida, cualquier cosa que tu hagas es épica para mí."
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