Adriana Cortés Koloffon
Entrevista con Santiago Roncagliolo
La Comala del sur en Abril rojo
Santiago Roncagliolo (Lima, 1975), autor de diversos libros, entre otros, Pudor, obtuvo el Premio Alfaguara 2006 con Abril rojo, thriller en el que un asesino serial comete una serie de crímenes en vísperas de las elecciones en Perú, durante Semana Santa. Roncagliolo, quien trabajó cerca de tres años en derechos humanos en cuestiones de comunicación e imagen, entró en contacto con una faceta desconocida de la guerra: la barbarie de los militares contra Sendero Luminoso para contrarrestarlo, que terminó por ser igual que la guerra senderista.
–Una pregunta detonó la escritura de su novela: ¿Qué tiene que ocurrir para que una persona decida matar a otra?
–Debe tener ideales, porque normalmente en un crimen vulgar la muerte no es el objetivo, es un accidente; para que lo decida tiene que atribuírselo a algo superior a él. –¿Sobre los personajes de la novela pesan dos sombras: la de Fujimori y la de Sendero? –No quería que fuese una novela sobre ellos, sino sobre el horror que yo he visto en Perú. Los narradores del horror que admiro y que uso para hacer esta novela, como Ian McEwan, Tabucchi o Roberto Bolaño, pertenecen a distintos países y, sin embargo, el horror no difiere entre uno y otro lugar. Cuando leí Sostiene Pereira y La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, de Tabucchi, en Perú, pensé que hablaba del Portugal de los años cincuenta; sin embargo, eso podía ocurrir en Lima, en los noventa. Cambiaban dos o tres nombres, y esa mediocridad del funcionario de la dictadura, esa cosa gris era exactamente igual.
–El escenario donde tienen lugar los asesinatos en Abril rojo son las semanas previas a las elecciones en Perú...
–Durante la época de Fujimori el gran mérito que se reclamaba era haber derrotado al senderismo. Lo cierto es que quedaban columnas perdidas en las zonas cocaleras. No terminaban de aniquilarlos porque en cualquier emergencia política sería útil publicitar algunas de sus actividades perdidas, luego ir y matarlos y decir que se había derrotado definitivamente el rebrote terrorista.
–En la novela, ¿el derramamiento de sangre se relaciona con la purificación?
–Creo que los que se dedican a la violencia necesitan valores trascendentales para justificar su propia muerte y la violencia. Eso convierte toda la violencia en una especie de fuego purificador, de una limpieza de la realidad para dejarla pasar al umbral de esta trascendencia que persiguen. Sendero Luminoso consideraba que la historia estaba por encima de sus vidas personales. Siempre fue una guerrilla extrema, muy dogmática, nunca tuvieron un puente de diálogo con nada. Confiaban plenamente en el libro de Mao. –El juego entre limpieza y suciedad, ¿es deliberado? –Me gustaban varias oposiciones: vida/muerte, buenos/malos, militares/terroristas, limpio/sucio. Me gusta la fábula de Arguedas sobre los dos que se mueren y se van al cielo, y Dios le dice al rico que se bañe en miel y perfumes, y al pobre que se bañe en mierda, y luego les dice lámanse mutuamente. Creo que el tema de la limpieza y la suciedad tiene mucho de esa fábula que está citada en el libro. –Entre los protagonistas los perros ocupan un lugar relevante... –La primera imagen que tengo de mi país, que está en la novela, se remonta a cuando yo vivía en México en 1980. Nos llegó en diciembre una revista peruana de actualidad, donde estaba una foto que luego se ha hecho famosa, de los perros colgados de los postes en el centro de Lima y abiertos en canal. Cuando mis padres me dijeron que íbamos a regresar, lo primero que pensé es que no quería ir a donde pasaban esas cosas. Es una imagen muy impactante que aparece en el libro con frecuencia, que ha seguido conmigo. –¿Y la figura del desparecido, otro protagonista, con una tradición muy larga en la literatura latinoamericana? –Pero creo que los desaparecidos peruanos son un poco peculiares. Porque en Chile o en Argentina eran intelectuales o activistas. En cambio en Perú, los desaparecidos ya habían desaparecido antes de que les tiraran una bala en la cabeza. Eran campesinos, analfabetos, frecuentemente indocumentados que no existían para el Estado. Eso los convertía en víctimas invisibles. Para muchos peruanos ellos no desaparecieron, sino que nunca habían estado allí. –La descripción de los cuerpos descuartizados es brutal, es muy cinematográfica, ¿en qué fuentes se basa para recrear estas muertes? –Debo confesar que me divertí mucho diseñando mis cadáveres. En toda la historia de la guerra sucia real las cosas son muy repugnantes, son cosas que sacarían a cualquier lector del libro, que no le permitirían seguir leyendo. Pero toda esa violencia necesitaba un sentido estético. Y para eso necesitaba yo un asesino serial y esas muertes me las inventé yo. Sentí un placer macabro porque era puramente decorativo. Tuve un asesor de cadáveres para que me dijese qué tal estaban mis cuerpos y me hizo un par de comentarios. Más allá de eso me dijo que mis cadáveres estaban muy bien y que agradecía que yo canalizase ese tipo de impulsos en una actividad constructiva como es la literatura. –¿En esa convivencia entre muertos y vivos, reconoce alguna influencia de Pedro Páramo, de Juan Rulfo? –Creo que Ayacucho es una Comala del sur. Desafortunadamente es real. Comala tiene la excusa de que se la inventaron. Ayacucho está ahí, los muertos ahí están. Me gustan mucho los fantasmas de Rulfo, pero plagio tantas cosas a la vez que no tengo muy claro qué es lo que uso conscientemente. –El jurado del premio se refiere a la originalidad con que aborda el tema político, ¿en qué radica? –En que no digo quiénes son los buenos y quiénes los malos. Creo que el lector se horroriza de lo que está dispuesto el ser humano, desde cualquier lado, para regar de sangre el suelo. –¿Con qué emoción escribió la novela? –Con una mezcla de humores que combinan lo triste, lo brutal, la ironía que siempre llevo. Soy muy sarcástico. Creo que el mundo me parece muy absurdo.
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