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LA DAMA MUSICALIZADA
Siempre me han gustado los conjuntos pequeños; los llamados “de cámara”. La intimidad que producen, la aparente debilidad que proponen en pos de su mayor profundidad, me alienta más que la suficiencia de las orquestas, magníficas tras el enorme paredón de sus muchos caballos de fuerza.
Me gustan más los grupos reducidos porque su dotación es ya el primer discurso; porque deben ser exactos mas no perfectos; precisos a propósito del mensaje y tema, aunque mucho más libres para articularse, reinterpretarse y dar voz al ejecutante. Porque menos es más cuando de conjurar se trata. Porque no hay secreto en la multitud ni valor en lo repetido. Porque no es lo mismo escuchar veinte violines confabulados en la misma frase, aunque armonizada, que dos en plena separación dialéctica, hallándose y perdiéndose sobre un escenario que calza grande, ante una audiencia que los ve desnudos, que los juzga desde una inteligencia primitiva.
Por estas razones la producción mexicana de La dama del mar , obra teatral escrita por el noruego Henrik Ibsen en el siglo XIX, me entusiasmó sobremanera. La vi hace dos semanas en el Centro Cultural Helénico. Y tengo pensado verla de nuevo. Dirigida por Ignacio Ferreyra y con la estupenda actuación central de Montserrat Ontiveros, este esfuerzo de la embajada noruega en México (entre otras instituciones y empresas), se suma al festejo mundial por el centenario de la muerte del gran dramaturgo, de quien se dice es el más representado en el mundo luego de Shakespeare.
Así pues, sumada a su simbolismo literario y a su pródiga alegoría geográfica, la partitura y los intérpretes en vivo obsequian mucho más que un ambiente de lujo. De variadas y creativas formas subrayan los destinos cruzados, la huida de unos personajes hacia el destierro de otros, la compra-venta del deseo, el libre albedrío, la reflexión, la contemplación y el miedo a una soledad impotente. A todo eso ayuda la música porque de lo que se trata es de consumarse, casi filosóficamente, frente al océano. De tomar destino mar o tierra adentro. Y para ello las creaciones ex profeso del compositor danés Kuno Kjaerbye son sumamente eficaces.
Así que no solamente presenciamos una gran obra bien actuada (desde la humilde opinión de este músico escribano); además obtenemos una batalla sentimental a cargo de una dotación luminosa y trascendental para la nueva puesta en escena: violín, soprano, clarinete y contrabajo, a cargo de Israel Torres, Gabriela Miranda, Pavel Ocampo y Ulises Castillo, respectivamente. Ellos son quienes vuelcan en nuestros oídos las voces del mar, del horizonte y la montaña; la verdadera expresión que yace bajo la exhalación de un buque inglés que se mete al fiordo anunciando posibilidades. Ellos, con todo y sus pocos silencios, son quienes atizan las llamas de nuestra hoguera, quienes especian con bemoles y sostenidos el plato que vamos digiriendo pausadamente.
Porque esa es otra de las cosas que más entusiasman de las obras musicalizadas. Cuando el director logra priorizar con ritmo dramático el ritmo sonoro, entonces saboreamos algo exquisito, pues una cosa es el relámpago de las ideas y otra su resplandor exacerbado en el caldo de la música. En fin. No hace falta decir que el teatro estaba a medio llenar y que tras los aplausos finales se leía un desaliento en quienes habían dado tanto en el tinglado. Tampoco hay que insistir sobre lo obvio: pocas veces podemos presenciar la orquestación de tantas inteligencias juntas.
Por ello, ir a este concierto de intuiciones, sospechas y palabras comprometidas puede hacer que valgan la pena muchas cosas, además de un fin de semana completo.
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