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RAZONES POR LAS QUE ODIO EL FUT
Para Pelé, Villoro y Usabiaga
1. Porque de chico todos, amigos, parientes, maestros y locutores me lo quisieron inocular: al que no le gustaba el fut inmediatamente lo calificaba la raza de ser maricón. Yo ni era maricón ni me gustaba el futbol, y en cambio esa falta de afinidad y definición temprana en la niñez me obligó a trompearme con mis condiscípulos hasta que afortunadamente me dio, durante algún tiempo, por el béis. Cargar un buen bat de aluminio comprado en un viaje a Disneylandia era de lo más útil para mantener a raya tanto a enardecidos hinchas chauvinistas como a maricones agresivos que lo acusaran a uno de no querer salir del clóset, tomándose como misión en la vida sacarlo, aunque fuera de las greñas.
2. Porque marcó mi relación con mi padre, hincha enfebrecido del Atlante. Cuando tenía quince días de nacido, hace poco más de cuarenta años, mis padres llevaron a su bodoque al que sería el primer partido de fut de su vida, y también uno de los últimos. Enfundado en mi uniformito y toda la cosa –algo así como un lechoncito disfrazado, chistosísimo para los amigos de mi papá con mis rayas azulgrana hasta que solté el rellenito y nadie más que mi madre pudo tolerar mi cercanía– fui llevado a un partido de fut llanero en el Detritus Federalis, que en los agobiados sesenta todavía se jactaba de ser territorio habitable, y con la polvareda, el solazo y el letal aburrimiento el nene se pasó la tarde berreando y tosiendo, y con tanta tos me dio algo en los bronquios que terminó siendo asma, y a partir del episodio me cargué un asma de se nos puso cianótico el niño, azulito y todo, y eso es algo que yo, bicho rencoroso por naturaleza, no le perdono todavía a mi jefe. Por eso dicen, supongo, que el asma es una enfermedad hereditaria.
3. Porque las reuniones dominicales en casa de mis abuelos, si había fut en la tele, se convertían en gritería, en ese picante olor a cigarrillo que también me hacía toser, y porque cuando por fin me había resignado a no ser pelado por mi papá (mi mamá hacía mutis, se resignaba a pasar hora y media perdida en el limbo, sentada en un sillón de la sala) ni por mis tíos ni por mis abuelos (a mi abuela también le gustaba embobarse viendo la veintena de escuerzos perseguir frenéticamente el coleóptero de cuero), los estentóreos coros de ¡áijole! y ¡yamerito! me producían sobresaltos y no me dejaban leer en paz, y porque de pronto mi papá me hacía interrumpir la lectura y el estado de abstracción zen del entorno para bajar a... ver un gol de Batata, o un paradón del gato Marín, o una chilenita de Cuéllar, y cuando yo decía que no, que prefería seguir leyendo, podíase cortar el aire con la daga de Sandokan, y la elocuente mirada de mis tíos, mi abuelo, mi abuela y a veces hasta mi mismo papá decía: este nos va a salir maricón. O mariguano, aventuraba uno de mis tíos que sabía bien de lo que hablaba.
4. Porque la cosa con mi padre se puso peor, y en Veracruz nos inscribió (mi hermano compartiría el martirio) en el equipo de los Pildoritas del Seguro Social ("las" no aplica, porque éramos puros varones, y masculinizar el nombre hubiera dado resultados lamentables como "Los Comprimiditos" o "Los Supositoritos"), y yo, que nunca vi llegar el balón a mis pies, como suponía lógico, me dediqué a escarbar con la punta del zapato una zanja cerca de la portería, porque lógicamente por gordo me pusieron como defensa, mientras mi pobre padre se desgañitaba y desgreñaba, personaje de Aristófanes en la orilla del campo, para divertimento de sus amigos y mis compañeros de equipo, y porque la única vez que quise atajar a un atacante, creo, metí un autogol y ya nada nunca fue igual.
5. Porque hoy veo que los mundiales son como enroques de sexenio, y miro a mi gente andar por allí, llenecita de ilusiones, nutrida con promesas, aquejada de esa ceguera recurrente y extraña, materia de disertación para sabios tiflólogos, que les impide ver la realidad nacional, lironda y moronda: somos una nación de subdesarrollados malos, malísimos para la administración pública y para el futbol, y no se vale driblar los sentimientos de la gente. Y porque, en fin, no ser aficionado al fut –ni guadalupano– me convierte en extranjero en mi tierra. Ah, y porque no hay nada más sangrón que la manera de narrar de esos comentaristas de la tele, pero sobre todo porque de plano es un suplicio aguantar casi dos horas los heteróclitos ladridos del Perre Bermúdez.
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