Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Las mujeres, los
poderes, la historia,
la leyenda
Vilma Fuentes
Dos ficciones
Gustavo Ogarrio
Javier Barros Sierra
en su centenario
Cristina Barros
Un educador en
la Universidad
Manuel Pérez Rocha
Un hombre de una pieza
Víctor Flores Olea
Javier Barros Sierra y
la lectura de la historia
Hugo Aboites
El rector Barros Sierra
en el ‘68
Luis Hernández Navarro
Domingo por la tarde
Carmen Villoro
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El movimiento feminista, que no cesa de desarrollarse en nuestros días con mucha energía y bastante éxito, se interesa sobre todo por las condiciones de existencia de las mujeres contemporáneas y deja de lado, a menudo, el estudio de la Historia. En Occidente, sin embargo, es una mujer, Helena, que se halla al origen de una guerra de la cual nace La Ilíada de Homero. ¿Y qué sería de la Biblia sin la figura de Eva?
Sin ir a tiempos tan remotos, existen en la historia de Francia algunas mujeres, reinas, regentes o favoritas, que tuvieron una gran influencia durante la monarquía. Si la ley sálica impedía en Francia a las hijas de reyes el acceso al trono, reservado a los herederos masculinos, ninguna ley limitaba el poderío femenino, manifiesto o invisible, abierto u oculto.
En otros países, todavía hoy día, podrían citarse los nombres muy célebres de mujeres, Elisabeth, Margareth, Golda, Indira, Ségolène o Diana, las cuales tienen o han tenido un lugar decisivo en la jerarquía de los poderes. Pareciera que la diferencia entre el mundo moderno y el antiguo es que hoy las mujeres aspiran menos a ser la esposa de un rey o un presidente que a ser presidentas ellas mismas.
Antaño, bajo la monarquía, existía el poder titubeante, pero real, de la regente del reino durante la minoría de edad del heredero del trono. Ejemplos: Catherine y Marie de Médicis, Anne d’Autriche, viudas respectivas de Henri II, Henri IV y Louis XIII. Incontestable el dominio de una reina como Marie-Antoinette, esposa de Louis XVI. Ganado a pulso en las intrigas de alcoba, el mando de favoritas, entre otras: Diane de Poitiers, duquesa de Valentinois, amante sucesiva de padre a hijo, los reyes François I y Henri II, o la magnífica marquesa de Pompadour, tan amada por Louis XV, quien protegió a los enciclopedistas de persecuciones por parte de los grupos más oscurantistas del reino.
Son numerosos los libros, novelas, ensayos, memorias, diarios, que tratan estos temas y hacen de protagonistas históricos sujetos de novela en una mezcla sabiamente dosificada con personajes de ficción.
Alexandre Dumas, por ejemplo, realiza un gigantesco fresco de los reinos de Louis XIII y Louis XIV en sus novelas Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne, donde pone en escena a personajes históricos, apenas novelados, como Louis XIII, las reinas Anne y Marie-Therèse d’Autriche. Con El collar de la reina, Dumas pone en escena a Marie-Antoinette, a Louis XVI, al cardenal de Rohan, junto a figuras de ficción. Víctima de una intriga de la que no logra escapar, la reina no debe su salvación más que al poder del rey, pero el escándalo dejará sus huellas y marcará durante mucho tiempo su funesto destino que terminará trágicamente sobre el cadalso en 1793, año terrible del que Victor Hugo tomará la cifra 93 (Quatre vingt treize) como título de una de sus obras principales. En Ange Pitou, la revolución sirve de marco al mural donde aparecen Rousseau y su compañera Marie-Therèse Levasseur rodeados por las criaturas de Dumas: Pitou y sus amigos. Dumas hace el retrato no de una reina, ni de una favorita intrigante y sedienta de poder, sino de una lavandera, modesta compañera de Jean-Jacques, él mismo tan torpe en la vida y más aún en las intrigas.
Reinas, esposas, favoritas, manipuladoras, sirvientas, amantes, las figuras femeninas, al menos hasta épocas recientes, ejercen el poder a través de los poderosos, tras ellos, ocultas en sus sombras, desde donde jalan los hilos de los poderosos títeres. Luchan con y contra los hombres como sus iguales. No son antecesoras de liberación femenina alguna, como escribe sin ahondar Octavio Paz a propósito de Sor Juana, pues no les hace falta para comportarse como lo hacen, para ser lo que son. Pensar lo contrario sería caer en un anacronismo.
Las Memorias del duque de Saint-Simon, publicadas en forma póstuma, era el libro preferido de Stendhal, quien llegó incluso a escribir: “Las espinacas y Saint-Simon han sido mis únicos gustos durables.” Cabe señalar que en La cartuja de Parma, novela donde la influencia de Saint-Simon se halla presente en todas partes, un fenómeno muy interesante hace su aparición. En este libro, donde las intrigas del poder de la pequeña corte de Parma ocupan todas las mentes, no es el héroe, Fabrice del Dongo, quien encabeza el desfile y dirige los asuntos, no es el conde Mosca, a pesar de ser ministro todopoderoso, no es tampoco el príncipe de Parma, soberano absoluto y tiránico, no, es una mujer, quien, del principio al fin, jala los hilos del drama: la Sanseverina.
En México no existe recuerdo alguno de una mujer instalada en Los Pinos por las urnas. Y, sin embargo, dos figuras femeninas son capitales en la historia mexicana: la Malinche y la Corregidora.
La Malinche, se supone de origen noble, fue entregada a Hernán Cortés como un presente tal vez de bienvenida y de paz. Doña Marina, así bautizada por los españoles, no fue sólo la concubina del conquistador, a quien dio un hijo, sino también la traductora e intermediaria entre dos lenguas y dos mundos. La Historia guarda de este personaje una imagen contrastada: traidora o símbolo de la madre de todos los mexicanos, heroína. En todo caso, mujer de la más alta influencia, partidaria activa, inolvidable, en la fundación del México moderno.
En cuanto a la Corregidora, es inútil recordar su historia, que todos conocen o, al menos, deberían conocer. Lo picante de estos hechos es que doña Josefa Ortiz de Domínguez, esposa del Corregidor, sabía leer pero no sabía escribir. A pesar de ello, logró la proeza de enviar un mensaje decisivo para la independencia de México, con la ayuda de unas tijeras con que recortó en los periódicos las letras necesarias para informar a tiempo a Hidalgo que la conspiración había sido descubierta.
Los dioses disputaban ya en el Olimpo. Les placían la guerra, las intrigas, el poder, los amores y las traiciones. Los humanos, decididamente, crearon los dioses a su imagen y semejanza.
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