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Agustín Ramos
Ruido de fondo
La fase inicial de la obra narrativa de Pterocles Arenarius se nutre de expresiones intensivamente habituales, de voces rescatadas de la pobreza: es fondo que se eleva a formas y forma que alcanza el fondo: lenguaje diferente, otras palabras.
En Ensayos latinoamericanos Lezama Lima define las expresiones populares como “súbitas maneras de llegar, animismo transformable, resolución suspensiva pero total, traslado de un descalabro con sonreída sordina, diminutivos querenciosos agravados por la yesca de la protesta castellana [expresiones que] derivan de ese lote de ejemplificaciones, lecciones memorables de hallazgos verbales. El memorialista las anota; el pasmo del escritor las arranca y les fabrica un camino…”
El otro lado de la soberbia, la parte humillada y acallada que nadie habita por gusto, es la más auténtica de la realidad, agregaría Borges. Porque en una realidad de privilegios, oficiales u oficiosos, la humildad nutre de vida, identidad y riqueza a un mundo en donde la miseria cala todos los estratos con el excipiente de la corrupción: el autoritarismo.
Para mostrar tal mundo, Pterocles Arenarius primero se usa a sí mismo ganando autenticidad, convenciendo sin extravagancias ni personajes estrambóticos. Y así como el teatro pobre desecha lo superfluo y afronta el acto estético con el cuerpo y el aliento, la narrativa de Pterocles Arenarius únicamente selecciona lo imprescindible y se vale de la distancia crítica para potenciar la humildad como valor ético y estético.
Partiendo de ello, Arenarius ilustra mediante relatos diversas citas de autores como Lautréamont, Sade, Cardoza y Aragón, Rilke, Hans Ruesch, Caillois, Joseph Campbell, Stendhal, Tolstoi, Bukowski, a.s. Neill, Chesterton, Jung, Kayyam, e imita a Cervantes en las cuartas de forro de sus dos primeros libros, Fiestas. Cuentos y relatos, (2011, Eterno Femenino) y Apostatario, tres ejercicios de blasfemia (2005, Arengador).
¿Podría calificarse como retórica de la humildad esta actitud narrativa, este estilo que no se sirve de más artificios que la literatura y la lengua viva: esta clase de literatura sin héroes ni antihéroes, que excava sin trucos –con uñas y saliva– desde basureros hasta palacios episcopales?
Esa retórica de la humildad, que Lezama Lima suscribiría perfeccionándola conceptualmente como verba criolla o, tal vez mejor aún, como verba mestiza, se resume en el texto titulado “Ese conecte”, elaborado exclusivamente en caló o jerga, esa clase de habla que los diccionarios definen más o menos como lenguaje del hampa y de los bajos fondos. Una clase de código –y un código de clase– que con trabajos se coloca un escalón por encima de los “dialectos indígenas”, y muchos escalones atrás del idioma que los actuales dueños de la palabra asignan a los vencidos: el fondo, lo bajo.
En dicho texto el protagonista es el lenguaje. Quien narra representa el vehículo y la destinataria del mensaje funciona como dispositivo que dispara el relato. Un relato que a pesar de su forma transgresora cumple con los principios preceptivos que pueden extraerse de cualquier cuento clásico. Así, el léxico de la gente humillada, éste en particular, como muestra representativa pero jamás única, comunica a plenitud porque es un lenguaje cabal que se piensa a sí mismo a través de sus emisores y se refleja con nitidez merced a quien lo escucha o lo lee, a quien lo quiera atestiguar, a quien lo sepa leer.
Esta codificación de clase, sin embargo, es sólo uno de los recursos retóricos del autor. Y se diferencia de aquella expresión silvestre que no se cuidaba de ortografías ni de reglas sintácticas. Por el contrario, aquí hay un tejido muy consciente de su procedencia, de su poder y su deber, para ser completamente leal a la materia prima, es decir al lenguaje, a la gramática y a la prosodia que engendra personajes, atmósfera e historia: texto.
En sus novelas Demoníaca (2012, Eterno Femenino) y Una muerte inmejorable (2014, De Otro Tipo), el autor hace la radiografía amenísima y humanísima del cosmopolitismo y el provincianismo, respectivamente. Así, esta retórica convierte la miseria en literatura, introduce el socavado lenguaje local en el fundillo de lo global, no para ordeñar sociología prestigiosa ni masturbarse con una manida y falaz “identidad nacional”, sino para probar fuerzas con la realidad presente y comprobar que puede salir con vida, y con palabras.
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