Tristes los mirlos no dejan de cantar
Hojarasca húmeda, rocas enlamadas,
murallas rotas.
Silba el aire. Sííílba.
Veinticinco años es un grito que
horada las murallas.
Amigos dejaron la ciudad y
alumnas del ’89 no volvieron con los ojos azules.
Ah, si lo muy bello que perdí durara aún.
Cuatro o cinco hechos te quiebran en la vida
y cada cosa te despide una penúltima vez,
una última vez que creías paloma en alto,
rosa pálida, guitarra fugitiva.
A distancia se mira árida la cima del Untersberg.
Por allí viví. En el sur. En Birkensiedlung.
A un paso del bosque, bajo la lluvia.
Pero oigan lo que el mirlo me oye. Luché
contra todo, contra el Mal y el Bien, contra
el cretino y el sabio, contra mí mismo.
Los demonios furiosos me rompieron
las cervicales, pero oh Dios, seguí.
En poemas, con vidrios pulverizados, hice
labor de cristalería, y sí, al menos una vez,
en aquella vez al menos, ah qué lejana la adolescencia,
qué dura la juventud algunos años.
Es semana de martes con los meses que allego.
Siempre viajé a una parte que hacía mía y era mía,
pero al huir de ella sabía que no lo fue.
No han dejado de crecer los abedules, pero
aquellos que veía, de aquellos que veía a menudo,
sólo oigo la canción del mirlo y el tajo de la raíz.
Salzburgo, junio de 2014 |