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La sangre de Antígona,
de México a Madrid
Alessandra Galimberti
A la sombra del paraíso
Edgar Aguilar entrevista
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En la cima del
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Marco Antonio Campos
París, centro del arte
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Toulouse-Lautrec,
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Felipe Garrido
Nadie
E aunque la luz menguaba fui tras ella. No era trabajo seguirla, ca así como iba la iban formando las miradas de los hombres. También la mía. Algo iba yo resollando, peñas arriba. E según fue bajando el sol vi que el último confín estaba listado de oros y verdes y rojos color granada madura, y unas líneas oscuras, como de nubes bajas. E allí vi la torre, con su forma de joroba, puesta en alto entre el día que se iba y el que llegaba, y una vez que hube entrado supe que ya yo había estado entre esos muros. Todo lo había ya vivido: los gastados escalones, las lámparas de aceite, las troneras siempre inalcanzables. Y estaba yo ya perdido en la penumbra cuando llegó su voz: No sigas, pues no hay nadie dentro, no hay nadie afuera, no hay nadie donde acaban los peldaños, no hay nadie donde arrancan, no hay nadie frente a ti, ni atrás, ni en la puerta, ni afuera, ni adentro. No hay nadie. [De Nuevas navegaciones..., atribuido a Antón Gil, el Xamurado.] |