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De dictaduras perfectas y otros secretos a voces
De varias escenas podría decirse algo similar, pero quizá la que mejor contiene el espíritu del filme en su conjunto es aquella en la cual un alto ejecutivo de una empresa llamada Televisión Mexicana habla por teléfono celular con el presidente de la República, mientras éste preside algún acto protocolario que está siendo televisado. El meollo de la conversación versa sobre cómo deshacerse de cierto político opositor que ya está resultando demasiado incómodo, pero al final de la llamada, y puesto que el ejecutivo de la TV está mirando lo que su propia empresa transmite en ese momento, como quien no quiere la cosa le dice al presidente algo así como “oye, ¿quién te está diseñando las corbatas, ¿eh? Porque están horribles, te ves de la chingada”.
La película, como de seguro lo sabe el amable lector, lleva por título La dictadura perfecta, es dirigida por Luis Estrada y debe su título a la célebre definición que hace ya algunos años hiciera Mario Vargas Llosa del sistema político mexicano –definición que por otro lado, no está de más recordar, le valiera disputa y distanciamiento con su otrora amigo Octavio Paz, a la sazón beneficiario y defensor de un régimen que, tiempo atrás, fuese claramente definido por el propio Paz en El ogro filantrópico y que, burla burlando, muy recientemente ha recibido de un contradictorio Vargas Llosa una suerte de extraño perdón, a saber si honesto o interesado.
Sin embargo, y aprovechando la breve digresión del diferendo pazvargasllosiano, debe aclararse que, en el filme, la definición de marras experimenta algo así como un desdoblamiento o, quizá, una exponenciación, ya que si en aquel histórico Coloquio convocado por la paciana revista Vuelta, Vargas Llosa se refirió al régimen priísta que renovaba cada seis años a su dictador en turno, Estrada se refiere más bien al mexicano secreto a voces contemporáneo, según el cual el verdadero dictador de estos días no es tanto un ente político sino uno mediático. Un segundo secreto no a voces sino a gritos, claramente expuesto en el filme, consiste en que a partir de 2012 este país es gobernado –aunque tal palabra sea no más que un decir– por un sujeto sin mayor merecimiento que el de haberle pagado a la televisora más poderosa en habla hispana lo que ésta determinó para elevarlo, en la percepción del público masivo, a la imposible categoría de estadista/salvador de la patria/restaurador del orden/líder carismático más todo lo que se le pudiese haber ocurrido al cuerpo de estrategas propagandístico-publicitarios. Tercer secreto a voces, conjugable lo mismo en tiempo presente que en futuro, y en el cual consiste la ultima ratio narrativa de la cinta: no importa qué tan corrupto, sátrapa, impreparado, torpe, mendaz, autor intelectual de asesinatos, cómplice de criminales institucionalizados y también de criminales sin placa y sin legislación a modo, más un terrible etcétera, pueda ser este o aquel político, dicho sujeto impresentable puede acceder a la primera magistratura nacional por obra y gracia del poder de la televisión, capaz de hacer que el miasma parezca oro. Eso y no otra cosa es el personaje Carmelo Vargas (Damián Alcázar), que el lector seguro recordará por La ley de Herodes; eso y nada más es lo que se vive –quizá mejor dicho, se ve en la pantalla televisiva– ahora mismo con Peña Nieto en el poder ejecutivo y al menos un par de enanos políticos de la talla del mexiquense Chapitas Eruviel y el neoniñoverde chiapaneco Velasco, haciéndose una promoción mediática que nos deja, como país, dos o tres niveles debajo de la categoría de país bananero.
El realismo fársico
En similar tono fársico al de la citada Ley de Herodes, así como de El infierno y Un mundo maravilloso–, La dictadura perfecta concentra sus baterías en el desmenuzamiento de otros dos secretos a voces: la existencia de un contrato mercantil político-televisora, cuyo objeto puede ser desde el mero “control de imagen” hasta la instalación en un cargo gubernamental determinado, y el modo de operar de eso que se conoce como “la caja china”: la creación mediática artificiosa de focos de interés público a conveniencia del que paga: escándalos que cubran otros escándalos, invocación y explotación de sentimentalismos varios, diseño de falsas personalidades mitad políticas mitad farandulescas, etcétera.
Farsa realista o exactamente lo contrario, y no obstante funcionar como vehículo para la exposición de tanto secreto a voces, a La dictadura perfecta parece faltarle o sobrarle algo para ser redonda: quizá nada menos que el tono narrativo, máxime considerando los resultados espeluznantes, en la realidad y no en la farsa cinematográfica, de todo aquello que aquí se cuenta.
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