Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 16 de noviembre de 2014 Num: 1028

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Revueltas y Paz:
la confrontación
postergada

Evodio Escalante

Pájaros de barro
Juan Antonio González León

Neoliberalismo,
educación y juventud

Miguel Ángel Adame Cerón

Ayotzinapa
Mariángeles Comesaña

Las normales
de Warisata y
Ayotzinapa: puentes

Boris Miranda

Columnas:
Perfiles
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Ricardo Guzmán Wolffer

Orwell y el absurdo risible

Quien lea Rebelión en la granja o 1984, no pensaría que George Orwell (India, 1902–Londres, 1950) escribía obras que décadas después serían consideradas humorísticas, pero su sátira Que no muera la aspidistra (1936) es una muestra de ello.

En el Londres de los años treinta, estas flores representaban cierto estatus social, narra con precisión el autor; de ahí que el mero título desglose el sentido del texto donde se desarrolla el martirio autoimpuesto por el extremo Gordon Comstock, quien está cierto de su lucha contra un sistema donde todo gira alrededor “del dinero”, no importa que en tal cruzada viva sufriendo por falta del mismo: habita un cuarto que apenas calienta con una lámpara, come porquerías, trabaja en una librería barata y vive con la idea obsesiva sobre las monedas que carga y para cuán poco le servirán. Y sufre porque quiere: tiene opción de varios empleos con buena paga, pero los rechaza argumentando su personal lucha contra el sistema; uno de ellos es como escritor de frases publicitarias y lo rechaza argumentando, además, que pervierte su vena como poeta. Es verdad que tiene un libro publicado, pero apenas ha sido reseñado y leído. Durante toda la novela intenta escribir otro que, lo sabe, no terminará. Su obsesión con “el dinero” le alcanza incluso en el acto sexual: cuando está a punto de consumar su noviazgo con la mujer a la que ha esperado uncir por meses, recuerda sus pocos fondos y supone que si tuviera más dinero no estaría intentando copular en pleno campo, sino en una cama: eso lo desconcentra y ambos se quedan desvestidos y alborotados, ella sin entender qué le pasó a Gordon, él cierto de que la culpa de su impotencia súbita la tiene su situación económica (que él solo se ha buscado). Lo risible de la postura de Gordon es su necedad en adjudicar todos sus fracasos a ese “dinero” abstracto que lo consume por su ausencia y por su necedad en no trabajar para ganar más. Claro, su “teoría” no le impide pedírselo a su hermana (a quien ha condenado a una existencia miserable, pues ella decidió que si alguien podría salvarse de esa familia, era Gordon: por ello, todos sus ahorros se los va dando; inútilmente, claro). Para hacer más risible al personaje, Orwell lo hace poeta fracasado y así logra el contraste del artista despegado de la realidad que vive tratando de renombrar el mundo mediante su visión etérea, contra el materialista extremo y autoflagelado. Peor aún: cuando inesperadamente cobra un poema enviado a Estados Unidos, se emborracha absurdamente con su amigo burgués y su novia abnegada, y pierde la pequeña fortuna (para él) recibida. Como si tuviera el ánimo de ser más ridículo, Gordon golpea a un policía que intentó detenerlo y termina encarcelado y con una cruda moral terrible. En ello ha influido que normalmente no bebiera, por falta de dinero y por la insistencia en no dejarse invitar por su novia o sus pocos amigos: pobre, pero orgulloso.

Para Gordon, la falta de dinero es un impedimento para adquirir cultura y para escribir refinadamente: envidia no sólo el dinero ajeno, sino las oportunidades académicas y editoriales que ello supone: “invención, energía, ingenio, estilo, encanto… Todo tiene su precio, que por supuesto hay que pagar”. Se supone de la clase media, el “más deprimente de todos los estratos”: enriquecido por una generación, la fortuna familiar apenas ha durado cincuenta años: “la nobleza sin tierras”. Esa apatía ante la vida, derivada de la ausencia de dinero, se advierte en la falta de descendencia, pues “las personas vitales de verdad, tanto si tienen dinero como si no, se multiplican casi de manera tan espontánea como los animales”, pero la familia de Gordon llevaba muchas muertes y ningún nacimiento.

En voz del personaje, Orwell comenta las obras de los escritores de moda de aquella temporada: señala como “estrellas muertas” a Yeats, Thomas, Hardy, entre otros; y como “fiascos recientes” a Eliot, Pound, Campbell y otros.

Con esta obra, Orwell redondea su concepto de la vagancia y los bajos fondos que ya mostrara, sin el mismo afán humorístico, en la notable Sin blanca en París y Londres (1933), donde el narrador indigente salta de un refugio a otro, pasando por la calle y listo para comer donde le permitan las circunstancias.

Que no muera… es una novela que termina en tragicomedia, más por la claudicación del personaje que por los actos que a ello le llevan. Orwell tenía una vena poco publicitada ante la inamovilidad literaria del Gran Hermano de 1984.