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El zombie como representación
Ricardo Guzmán Wolffer
Mientras los zombies siguen de moda con películas, series de televisión y juguetes, los libros sobre el tema continúan, pues su presencia no es reciente.
El tema de los muertos que reviven puede rastrearse desde el siglo XVII e incluso antes, pero en la forma en que se les representa ahora tendrá menos, desde el siglo XIX, como documenta José Luis Trueba Lara en su recopilación de relatos, Zombies, historias clásicas de muertos vivientes (Edit. Porrúa). Las vetas de los muertos vivientes pueden establecerse en varias direcciones. Los muertos hambrientos pueden ser sólo una variante de los monstruos que brotan de la imaginación de buscadores de fantasías: el zombie lo mismo podría ser una bruja que un hombre lobo o cualquier otro ser fantástico clásico: sirve al texto y no conlleva mas que la alegoría de que el odio puede sobrevivir incluso a la muerte. Tema usado por Stephen King y otros autores contemporáneos para establecer la permanencia de lo maligno, en ocasiones asentado en casas, en animales u objetos: la imaginación para establecer la continuidad de la interioridad humana. En estos cuentos aparece la vena caribeña del zombie (se les adjudica origen africano): eran apología de la muerte controlada por los hombres con sabiduría en los ritos de magia: en aquellas latitudes donde la naturaleza llega a ser implacable en su fuerza e inabarcable ante su magnificencia, los hombres quieren sentirse capaces de dominar la transitoriedad de lo humano para establecer que, sin importar el precario estado mental, es posible ser eterno en lo físico: ante la imposibilidad de controlar las fuerzas ambientales y del ciclo vital, por lo menos asumen la posibilidad de disponer de los otros sujetos, quizá para ponderar que somos los únicos animales capaces de evadir los cambios universales de la vida y la muerte.
Los vecinos del norte, eficaces para apropiarse de los mitos de otras latitudes, tomaron a los zombies. En la reciente película Guerra mundial Z (basada en el libro respectivo), los veloces come-gente son metáfora del odio hacia lo extranjero: podrían ser invasores musulmanes o indocumentados: la paranoia gringa busca los caminos para transmitir su mensaje de cómo tratarán a los contrarios de los intereses locales. Así sí es fácil matarlos. Mientras los zombies del Caribe son seres extraídos de la naturaleza para mostrar el dominio humano sobre la muerte, los zombies estadunidenses importan en tanto amenazan el american dream: no hay subtexto de humanidad, sólo una intimidación más a sortear para mantener el predominio de Estados Unidos. Los propios zombies son despojados de ese sentido de continuidad, pues aun sin mente o alma, los muertos caribeños que caminan bajo las órdenes del mago y sus ritos, son considerados esclavos, en una extraña equiparación a los negros que servían a los blancos cuando la esclavitud era legal (y un gran negocio), pero los zombies de la Guerra Z sólo son enemigos a vencer. La inclinación bélica (y las ganancias de su logística) de los gringos encuentra un nuevo escenario en estos enemigos que, en apariencia, son políticamente correctos, pues sin señalarlos como musulmanes o inmigrantes ilegales o narcos, son perfectos para recibir balazos sin que el tirador tenga cargos de conciencia. Los zombies personifican esa idea gringa de que lo ajeno debe ser devastado, lo que sea distinto a sus intereses, lo que modifique sus costumbres (así sean indignas o contrarias a los más elementales derechos humanos) debe ser eliminado para mantener los privilegios y formas existentes. Como si la condición humana no fuera el cambio mismo. Los cazadores de zombies en esa guerra “z” son los nuevos paladines para luchar contra lo extraño, lo distinto, y colman un ideal dentro de la imaginería gringa: pueden matar a todos esos extraños, incluso fuera de su país, sin insultar a nadie. La perspectiva siempre es puesta en lo propio, como es su costumbre.
En otras latitudes hay acercamientos distintos. Descansa en paz, de John Ajvide Lindquivst, autor de Déjame entrar, muestra que las novelas de monstruos no necesitan ser violentas. Uno que otro ataque de zombies, pues la trama gira sobre los parientes de los “redivivos” de Estocolmo. Ajvide plantea las implicaciones básicas del fenómeno zombie: ¿y si no pudieran desenterrarse solos?, ¿y la religión?, ¿y el gobierno cómo reaccionaría, a dónde llevaría a esos caminantes, cuál sería su marco legal, deben ser defendidos?, ¿y si los tratáramos como autistas, regresarían a la conciencia? El zombie como pretexto para indagar en la interioridad de sus deudos. Terrorífica en parte, misteriosa siempre, la visión de este europeo va hacia las victimas, hacia los agredidos: no sólo los directamente atacados, los “muertos”, sino también sus parientes: los come-vivos tienen familia, seres que se preocupan y sufren por ellos, detalle que no es tocado en la visión gringa de la nueva y perfecta guerra.
Las ventas de libros de zombies se han disparado. Era cosa de tiempo para que esos seres comenzaran a ser metidos a narcos, a detectives y a mil cosas más. Para muestra está la saga Tom z Stone, de J. E. Alamo, mezcla del zombie con la novela negra, donde los comentarios ingeniosos y de humor negro salen con fluidez. Las dos novelas llevan la trama clásica (el crimen por resolver que lleva a los bajos fondos de la política), con zombies malísimos, fanáticos religiosos peores, gángsters y las mujeres fatales en el negocio de estupefacientes. Los adictos como un prefacio al zombie. La reciente droga cocodrilo da nota de que estos zombies literarios, como muchos monstruos, han dejado el arte para caminar en la realidad.
Faltaría la revisión de los textos orientales de fantasmas (Kwaidan, de Hearn, y antecedentes, verbigracia) o los africanos (Amos Tutuola recrea las tradiciones africanas donde lo fantástico emparenta a estos zombies con otros muertos; entre otros) para establecer cómo los relatos de esos muertos que regresan, todavía tienen más historia. El zombie literario ofrece más posibilidades que el cinematográfico.
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