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Ana García Bergua
Zapatos
para Margo Glantz
Desde la más tierna edad, como dicen, me ha gustado pararme frente a la vitrina de las zapaterías, estudiar zapatos y en ocasiones llevármelos con cierta audacia poco práctica. Tanta pasión me ha costado caerme desde plataformas inverosímiles, torcerme o torturarme el metatarso con prendas puntiagudas o tropezarme con tacones imposibles, hasta llegar a la sensatez del botín, que es algo así como el zapato maduro, el triste paso del baile a la ortopedia. Y aun así persisto en la costumbre de mirarlos en la vitrina como si fueran el espectáculo del mundo, pues tienen su poder: pregúntenle al príncipe de la Cenicienta y, peor aun, a las hermanastras que se rebanaron los dedos para que les cupieran en la peligrosísima zapatilla de cristal. Nunca sabremos si quedaron cojas o si alguien se apiadó de ellas y las llevó al hospital del reino.
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“Ponte en mis zapatos”, decimos cuando queremos que alguien sienta o viva lo mismo que nosotros, pero eso es falso. Quizá no pensamos que nuestros zapatos le pueden quedar al otro grandes o estrechos, de modo que es imposible que se sienta como uno: la bailarina nunca entenderá los zapatos que sostienen al payaso, excepto que son enormes, ni la bota del minero cambiará el modo de pensar de un marqués de babuchas y borceguíes, ni la vampiresa de estiletes los tacones agrandados de los travestis. Pura patraña. Los zapatos son solos e individuales, compañeros únicamente de su par que tampoco es igual: a veces sólo nos aprieta el zapato izquierdo, a veces el derecho nos molesta. A cada quien tortura su propia piedra en su propio zapato.
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Hace poco mirábamos zapatos en el museo que se encuentra encima de la antigua zapatería El Borceguí; me impresionó mucho la delgadísima horma de unos antiguos botines, de los que se cubrían con polainas: ¿quién tendrá ahora unos pies que quepan en ellos, hombre o mujer? Imaginé a sus dueños, nuestros antepasados, dotados de unos pies estrechísimos, parados junto a los canales de esta ciudad –cuando nuestra ciudad estaba surcada por canales y no por tuberías– como si fueran garzas. Pasa también cuando vamos a una exposición de vestidos y trajes antiguos: admiramos unas cinturas inverosímiles, inhumanas o liliputienses. Y entonces pienso que todos, los mexicanos y el resto de la humanidad, nos hemos ensanchado hacia arriba y hacia abajo, hacia todos lados, y muy seguramente para mal.
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Aunque pintados valgan millones de dólares, nadie pondría en la vitrina de una zapatería los zapatos de Van Gogh; en todo caso, Charlie Chaplin se los comería. Son los zapatos rotos del pobre. Siempre me ha llamado la atención que los pies descalzos sean al mismo tiempo la imagen de la pobreza y la imagen de la libertad.
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No sé dónde leí sobre una reina que murió sin haberse quitado los zapatos en mucho tiempo. Los zapatos (¿serían de hebilla, de lengüeta?) habían pasado a formar parte de su cuerpo, como la herradura que se clava en las pezuñas del caballo para protegerlas. De alguna manera estaba vestida para siempre, igual a esas muñecas antiguas que venían con la ropa cosida al cuerpo, cuando el cuerpo no era la ropa, ropa animada, y no practicaban la higiene de la Barbie y sus adláteres.
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El poder tiene una extraña y añeja relación con los zapatos. Luis XIV inventó la moda de los tacones rojos que sólo los nobles podían usar, y acaso algún jacobino pensaría después que ese rojo representaba caminar sobre sangre (en cambio, en el cuento de las zapatillas rojas, la heroína paga por el pecado de quererlas para bailar). Los militares pisan al mundo con negras e implacables botas y los políticos de baja estatura suelen usar misteriosos tacones que se ocultan en el zapato; también prohíben –he sabido– que las mujeres usen tacones en fiestas y ceremonias a las que acude el poder chaparro, cuando no queda sino la estatura como medida palpable de la autoridad.
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Los tenis de los futbolistas son, a su manera, semejantes a las zapatillas de los bailarines. Los pies de los jugadores giran, saltan, vuelan, seducen y engañan, son pies expresivos, casi autónomos. Los futbolistas cantan con los pies.
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Para ponerse en los zapatos de alguien más y que funcione, tienen que ser zapatos mágicos: las botas de siete leguas que llevaban a Pulgarcito dando pasos enormes, o los que usa Dorothy, la heroína del Mago de Oz, para regresar a casa con tres enfáticos y flamencos golpes de tacón.
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