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La Jornada Semanal
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La odisea filosófica
Germán Iván Martínez
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Filosofía y filosofar en Platón,
Óscar Juárez Zaragoza,
Universidad Autónoma del Estado de México,
México, 2013.
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Aristocles, mejor conocido como Platón, ha sido quizá el filósofo griego más influyente de la historia. En él convergen las ideas del pitagorismo, pero sobre todo de Sócrates, aunque hay quienes afirman que más bien éste es una invención de aquél. Platón defendió la idea de que el ser humano está compuesto de alma, cuerpo y espíritu. Dijo que la primera tiene tres funciones (razón, ánimo y apetito) que ligó con tres virtudes (prudencia, valor y moderación) y tres clases sociales (gobernantes, guardianes y trabajadores). Todo esto, enlazado por la justicia y teniendo el Bien como fundamento, constituye la base de la primera utopía de Occidente: la República. En este diálogo y valiéndose del mito de la caverna, Platón distinguió un mundo material (aparente, mutable y percibido por los sentidos) de un mundo inteligible (real, inmutable y captado por la razón). Opuso con ello la materia a la idea y afirmó que nuestros sentidos no pueden ofrecernos una base sólida para nuestro conocimiento del mundo y de las cosas. Vio la doxa como opinión, creencia infundada y grado inferior de conocimiento; y la episteme como el grado de saber más alto que hace posible aprehender un mundo de Ideas que, en su sistema, es fundamento de todo lo que existe. Asimismo, Platón concibió el conocimiento como el recuerdo (anámnesis) de las ideas que un alma inmortal, encarcelada en un cuerpo pero con capacidad de transmigrar a otro para purificarse, olvida a la hora de nacer.
Óscar Juárez Zaragoza ha escrito, en Filosofía y filosofar en Platón, que la obra de este pensador ateniense es una demostración de la filosofía en acción. Según él, todo en Platón es filosofía y filosofar. Filosofía como búsqueda insatisfecha, persistente e infatigable; filosofar como tarea que emerge de la conciencia de la ignorancia y se convierte en actitud de vida, ejercicio constante, condena y faena vital. En esta obra el autor intenta mostrar que seguimos viviendo en la forma de pensar platónica y que debemos volver a dialogar con el maestro de la metafísica para apreciar los rasgos indispensables de todo filosofar: la pregunta, el bien mirar, la correcta enunciación y el embate constante contra todo aquello que pretenda instaurarse como verdadero. La filosofía, como forma de vida, no sólo intenta hacer evidente la ignorancia; recurre también a la pregunta porque ella incita al diálogo y éste genera la discusión. Con Platón, afirma Óscar Juárez, “asistimos a la fundación de la filosofía como búsqueda de la sabiduría por medio del diálogo”. Gracias a él desfilan los modelos de verdad que han de toparse con la mirada crítica del filósofo. No obstante, es el debate el que demuestra si los discursos que se presentan como verdaderos son viables o no; y aquí la argumentación acredita o desacredita el discurso. Éste ha de orientarse al desvelamiento de la esencia de las cosas, pero igualmente ha de ser sometido a la discusión razonada y el discernimiento.
Óscar Juárez asegura que “Platón es un filósofo que a través de su obra aprende a pensar [y] por ende intenta enseñar a pensar a sus interlocutores”. La filosofía, entonces, que se vale de la pregunta, el bien mirar y la correcta enunciación como herramientas esenciales, es propedéutica del bien pensar y ha de echar mano, por ello, del proceso analítico o dialéctico que la lleva no sólo a revisar los discursos emanados de otras ciencias, sino también los que proceden de ella misma. El autor asegura que la filosofía es un aprendizaje continuo y el filósofo un hombre necio que se ejercita en un quehacer quemante, frustrante, angustiante. El “dolor filosófico” brota del no saber, se perpetúa en la destrucción del saber supuesto y se aviva al descubrir que la verdad no está al alcance de nadie. Si no encontrar nada es la condena de la filosofía y la angustia el estado propio del filósofo, habremos de decir entonces que nada hay más peligroso que mostrar al hombre su orfandad, su miseria y su desamparo.
Platón es el ejemplo más notable del “mal filosófico”. Se dirigió contra los poetas pero también contra los sofistas, los políticos y los creyentes. Sin embargo, es a partir de él, dirá Óscar Juárez, cuando “el filósofo ya no es el individuo que pregunta sino más bien el que explica la verdad y el camino para llegar a ella”. Este cambio de dirección en la mirada es estudiado por el autor quien reconoce que la posesión de la verdad sigue siendo un anhelo y una motivación para el filósofo. La filosofía, en Platón, es la búsqueda del principio, pero también la odisea que hace patente la dificultad de poder plantear principio alguno. Por ello su finalidad, que tiene que ver con la intuición de la verdad y su contemplación, Platón nos dice que sólo se da después de la muerte. Ésta alarga la búsqueda de una empresa inacabable que rebasa la propia vida para convertirse en preparación para la muerte; escudriñar perenne que nació, justamente, con este pensador ateniense.
Los signos del poeta
Jair Cortés
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La sed del polvo. Antología personal 1995-2013,
Ricardo Venegas,
Ediciones Eternos Malabares/INBA- Conaculta,
México, 2013.
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Guía estética y testimonio de vida a un mismo tiempo, una antología poética personal nos indica qué camino seguir como lectores, según su autor, y también nos da noticia de la relación que el poeta establece con su propio trabajo poético. Este ejercicio de relectura es el que nos ofrece La sed del polvo. Antología personal 1995-2013, de Ricardo Venegas, poeta mexicano (San Luis Potosí, 1973, pero radicado desde siempre en Cuernavaca, Morelos) de la generación de los setenta, cuya poesía se coloca como una de las más interesantes en el paisaje de la lírica mexicana reciente. La poética de Venegas es plural, su búsqueda siempre tiene un hallazgo, cultiva el difícil arte del hai-kú con fortuna, ya sea desde la profundidad de la contemplación metafísica: “Leve en la rama/ pájaro en primavera/ dejas el alma.”, hasta la ternura lúdica: “Luna, lunita/ si bajas un momento/ vuelves encinta.” De la concentración verbal de esta antigua tradición poética, Ricardo Venegas pasa al largo aliento, sumergiéndose en una búsqueda espiritual que tiene como resultado un deslumbrante poema titulado “Turba de sonidos”, en donde el hombre experimenta un acercamiento a lo divino a través del lenguaje, camino señalado desde el inicio del poema: “Esta columna de voces/ que el viaje nos procura,/ el andamiaje que marinos,/vagabundos, brahmanes y siervos de otro sol/ hallaron en el pulso que despierta,/donde el mirar diluye la presencia.”
La poesía de Ricardo Venegas tiene sólidos cimientos construidos desde el dominio de su tradición. Avanza por el poema dominando las palabras y no teme explotar las propiedades de todos los recursos poéticos a su alcance, incluyendo la rima, por ejemplo en algunos versos endecasílabos tomados de su libro Trovas de ultramar incluidos en esta antología: “Si lo declaras pasan los silencios,/ abren su luz y cierran aguas sordas,/corceles mudos de livianas hordas/que miran a la muerte en sus desprecios.” He aquí a un poeta que tiene conciencia de su lengua, la poesía no es sólo un vehículo para expresar experiencias sublimes sino para sublimar al lenguaje mismo. En el prólogo de La sed del polvo, Evodio Escalante señala con justicia: “En el itinerario poético de Ricardo Venegas es posible captar un cierto tono terrestre y a la vez desencantado: todo sucede por primera vez para no suceder jamás. Lo que acontece se disuelve en el tiempo y al fin la imagen que queda tiene que ver con la fragilidad de la existencia humana.” Ese “tono terrestre” en la poesía de Venegas pronto se convierte en una voluntad por nombrar lo etéreo, lo que perdura en el corazón y la memoria del hombre: la conciencia de la soledad, el amor sagrado y el paso del tiempo sobre el paisaje humano.
La sed del polvo. Antología personal 1995-2013 (publicada por Ediciones Eternos Malabares con el apoyo del Programa de Inversión para la Producción de Obras Literarias Nacionales INBA/Conaculta) reúne casi dos décadas del trabajo poético de Ricardo Venegas, un autor que logra conmover desde una madurez poética entrañable y asombrosa.
Relatos de música, alegría y sotol
Mariana Domínguez Batis
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Velardeña,
Rosalío Salas Ceniceros,
Granises Servicios Editoriales y de Comunicación,
México, 2013.
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Como el Aracataca de Gabriel García Márquez, Velardeña –una localidad en Cuencamé, al sur de la Comarca Lagunera–, adquiere para el narrador Rosalío Salas Ceniceros (1926) la mística del lugar de origen, aquel al que siempre se vuelve con el paso de los años para entenderse a uno mismo; del que por más que uno se haya alejado físicamente, queda siempre en un entrañable lugar de la memoria: el más próximo al corazón.
Narraciones casi en tono de epopeya, siempre ágiles, es lo que ofrece Chalío –como cariñosamente le llaman los suyos– en su libro Velardeña, donde reúne, a partir de lo vivido o escuchado en voz de sus mayores, el testimonio de un tiempo y un lugar, y no cualesquiera, sino su tiempo y su lugar de nacimiento e infancia, donde quedaron ancladas sus raíces.
Relatos de brujas, música, alegría y sotol, de travesuras infantiles y picardías, así como de personajes que parecerían ficticios pero no lo son, recrean para los lectores una localidad minera en Durango en tiempos previos a la Revolución Mexicana, que después de su esplendor cayó en el olvido para convertirse en un pueblo casi fantasma de aquellos del norte de México, por los que ya sólo pasa el polvo.
“Velardeña está vivo. No muere mientras se le recuerde con cariño y alegría”, escribe Salas Ceniceros, quien honra esta afirmación con talento a través de las páginas y por medio de letras. Es así que el volumen resulta un homenaje a la tierra del autor y a sus ancestros, sobre todo a su padre, Ponciano Salas, un connotado fotógrafo e impresor.
Para el narrador, quien además de escritor es impresor, músico y guitarrista autodidacta, ese confín norteño con tintes mágicos, en donde todos los días se vivía una aventura, era “uno de esos pueblos de Dios en donde no había grandes cosas que hacer y donde todo cabía en la diversión”.
En las manos de quien lo lea, Velardeña transcurrirá como el agua de un río, de manera fluida y podría decirse que incluso “de una sentada”, gracias a lo divertido de sus anécdotas, a su narración dinámica y a la brevedad de la misma. El volumen está acompañado de fotografías, algunas tomadas por el escritor, que con el paso de las décadas se han convertido en documento histórico.
El libro de Rosalío Salas también inspiró una puesta en escena titulada Mi pueblo, mi universo, así lo viví, así se los cuento –interpretada por la agrupación Mujeres de palabra, integrada por Cecilia Salas del Campo–, Blanca Luz Martínez Reyes y Miriam Morales Rivera, la cual se ha presentado en diversos foros de Durango y en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, en Ciudad de México.
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Formol,
Carla Faesler,
Tusquets Editores,
México, 2014.
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Esta es la primera novela de la también poeta y ensayista Faesler, oriunda de Ciudad de México, a la que asimismo se le reconoce como una notable artista interdisciplinaria, sobre todo por sus múltiples trabajos en los que hace dialogar al texto, que es lo suyo, con la imagen, que en justicia debe decirse que también es lo suyo: videopoesía y fotopoesía, neogéneros mixtos que en su universalidad y su amplio alcance admiten por desgracia la posibilidad frecuente de toda suerte de chambonerías, en las propuestas de Faesler siempre han encontrado una ruta que no los conduce a la trampa ni a la mera ocurrencia dizque feliz. Lo mismo cabe afirmar del trabajo que la autora de los poemarios Anábasis maqueta y No tú sino la piedra, entre otros, ha realizado en conjunto con una larga serie de artistas plásticos, mexicanos y extranjeros. Lo mismo, igualmente, cabe decir de este primer ejercicio novelístico: que está hecho de rigor formal y con absoluto profesionalismo, pero que sus principales atributos no son esos, mínimos exigibles, sino los bastante más felices de la aventura verbal, la capacidad para instalar a sus personajes –comenzando y terminando por la memorable Larca, protagonista entrañableen atmósferas que lindan entre lo real y lo irreal, así como para ir al pasado y volver al presente de tal manera que el primero explique al segundo, aunque por momentos pareciera lo contrario. Que lo diga si no el doble corazón que habita el centro de esta historia: el de Larca y el del antiguo joven guerrero, suspendido y durmiendo en su propia historia, pero poseedor de una vida que es como si nunca hubiera dejado de latir y haciéndolo, de a ratos, con más fuerza que los de quienes lo custodian.
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A la intemperie,
Aline Petterson,
Alfaguara,
México, 2014.
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Pedro de la Serna, Rosalía Rafull y Javier Acuña son las tres aristas en las que se desdobla esta historia que, a su modo, es muchas historias. O como lo dice alguno de estos personajes que al mismo tiempo son autores –ya el lector averiguará cuál de todos precisamente–, refiriéndose a uno de ellos: “está tomado de aquí y de allá. De la memoria de una vida –mi vida–. De gente a la que le he robado un rasgo o dos. No, no es nadie y, al mismo tiempo, es muchos o varios. Es quizá la observación de ciertas maneras de situarse en la escritura, los amores, el tiempo y, claro, la edad”. Esa exhibición o desnudamiento de la poiesis narrativa, con la cual va puntuando su novela, le sirve a Petterson para darle una estructura y no sólo eso: también le es útil para reflexionar, a través de sus personajes, en torno a una serie de temas que son, al mismo tiempo, meollo de la atención tanto de los referidos Pedro, Rosalía y Javier, como de la propia demiurga: el mundillo intelectual en general y literario en particular; la memoria con sus aferramientos, traiciones involuntarias y pérdidas fugaces o definitivas; las relaciones personales, a las que cabría dividir exactamente del mismo modo: entre fugaces y definitivas; la imagen que de sí mismo puede tenerse para luego perderla y, quizá, recuperarla más o menos igual o radicalmente transformada... En suma, el tiempo y su discurrir, con las consecuencias en el extremo último, las postreras, que conforman aquello que, como a Petterson, movió a la reflexión en torno y a la escritura, entre otros, a Marco Tulio Cicerón, Norberto Bobbio e Italo Svevo, y que aunque no quepa en un solo vocablo puede ser provisionalmente llamado senectud.
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