Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de julio de 2014 Num: 1012

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Víctima colateral
Víctor Ronquillo

Poesía reciente
de Michoacán

La vida o la bolsa:
ser parisiense o morir

Vilma Fuentes

El zombie como representación
Ricardo Guzmán Wolffer

Historias al margen
del Segundo Imperio

Andreas Kurz

Breve, por favor.
La minificción

José Ángel Leyva

Leer

Columnas:
Galería
Ingrid Suckaer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Alonso Arreola
Twitter: @LabAlonso

Hace diez años, un día con Charlie Haden

Han pasado diez años desde ese mes de febrero. Estábamos de gira por el norte del país cuando nos llamó un amigo productor para proponernos colaborar en el concierto de Charlie Haden (contrabajista estadunidense recién fallecido) y Gonzalo Rubalcaba (pianista cubano) en Guadalajara, invitados para formar parte del proyecto Julio Cortázar revisitado: nuevas lecturas. No tocaríamos. Ayudaríamos en la organización, lo que nos entusiasmó por estar cerca de Haden algunas horas. Tomamos el primer avión que pudimos. Al llegar al lobby de un bien conocido hotel situado frente a la Minerva tapatía nos encontramos a nuestro amigo, nervioso, quejándose de la actitud de los músicos. A los pocos minutos comprobamos sus razones. Apareció Charlie Haden y, sin saludar, pidió revisar su habitación antes de subir el equipaje. Apenas entró dijo: “Aquí no duermo, vámonos al más caro hotel de Guajalajara.” Nos quedamos estupefactos.

Después de algunas histéricas llamadas, conseguimos un par de suites en otro sitio, pleno de jardines y fuentes. Haden repitió la operación en cuanto llegamos, pero con una variante: llamó a recepción y, en tono retador, preguntó si el restaurante del hotel era uno de los mejores de la ciudad. Se hizo el silencio. Supusimos que volveríamos a la calle. Afortunadamente, la persona en línea dio una respuesta satisfactoria y el bajista aceptó, a regañadientes, que nos quedáramos. Lo dejamos solo. Nos fuimos a la cafetería. Pasado un rato nos llamó a través de la recepción y dijo que le urgía aclarar algo.

Llegamos a su puerta. Sin dejarnos pasar señaló que no podía salir del hotel si no venía un doctor a inyectarle unas vitaminas con las que viajaba. Alguien de confianza y que hablara inglés, exigió de mala forma. Con el temor de que se retrasara el reconocimiento del Teatro Degollado –donde ocurriría el concierto– así como la prueba de sonido, nos lanzamos a una búsqueda frenética hasta que un galeno carero aceptó hacer esa visita extraña. Sucedió. Partimos luego.

En el escenario del Degollado estaba un piano de cola Steinway & Sons, de los mejores del mundo. El afinador había terminado su trabajo minutos antes. Rubalcaba, dotado virtuoso avecindado en Estados Unidos desde hace dos décadas, se sentó para reconocerlo. Le gustó. Haden hizo lo mismo con su propio contrabajo. Rápidamente acordaron que las condiciones eran las adecuadas. Nos fuimos a comer estableciendo un diálogo mínimo, pues evidentemente no tenían ganas de conversar con nosotros. Llegó la hora de volver y entrar a camerinos.

La audiencia comenzó su arribo. En las primeras filas estaban Carlos Fuentes, José Saramago y Gabriel García Márquez, todos convidados a recordar al gran Cortázar, húmedo Cronopio enamorado del jazz. Todavía con el telón abajo, Rubalcaba quiso probar el piano por última vez. Su rostro cambió. Detectó un zumbido. Nadie, salvo él, lo escuchaba. Estaba en una tecla específica. Exigió que volviera el afinador. Quien esto escribe pasó entonces algunos de los minutos más angustiosos sobre un escenario. Tocando insistentemente esa nota mientras el especialista se deslizaba por debajo y arriba del instrumento –convertido en automóvil y él en mecánico sudoroso–, vivimos las amenazas de quienes estaban a punto de cancelar su presentación como si no hubieran tocado en los más oscuros tugurios de Nueva York o La Habana, respectivamente. Imaginábamos al público tras la tela colgante, desesperado con esa nota taladrando sus oídos.

En plan “les haremos el favor”, finalmente aceptaron tocar. Haden, empero, demandó –siempre bajo la intimidación de no salir a escena– que de inmediato le diéramos dos botellitas con agua caliente, sin etiquetas, envueltas en sendas toallas, así como un capuchino. Las primeras servirían para entibiarle las manos, el segundo para animarlo. Lo hicimos. Llegó el momento de sonar. Cumplieron, como se esperaba de una leyenda del contrabajo y de un hombre superdotado en el teclado. Los aplausos redondearon su noche. No la nuestra. Ya en la cena, por más que intentaron congraciarse el daño estaba hecho. Tardamos diez años –justo hasta esta tarde lluviosa– para volver a escuchar a Charlie Haden en un disco. Simplemente sucedió. Sin rencores. Nos acabamos de dar cuenta.

En el estéreo suena The shape of jazz to come, joya del saxofonista Ornette Coleman, líder de aquella banda en la que Haden era motor fundamental. “Lonely Woman” y “Focus On Sanity” son piezas impecables, originales y cálidas pese al raro experimento que las impulsa. Conmovidos por ellas podemos decirle adiós a este artista, pero sobre todo podemos darle las gracias por las horas en que estuvo gobernado por el otro y recomendárselo a usted, lectora, lector, para que goce los demonios de un hombre que ayudó a construir el jazz como lo conocemos hoy. Buen domingo. Buena semana. Buenos encuentros.