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En la Lisboa de Fernando Pessoa
Marco Antonio Campos
Invitados por la Casa de América y la embajada mexicana en Portugal, Jorge Valdés y yo asistimos a Lisboa para intervenir en el Día Mundial de la Poesía y participar en un acto de celebración por los 150 años de las relaciones México-Portugal. En ambas presentaciones nos acompañó, leyendo las traducciones, Nuno Júdice, poeta mayor. Coincidimos con Juan Manuel Roca, también invitado, quien presentó una antología de sus poemas traducidos al portugués (Los cinco entierros de Pessoa).
Lisboa es la única capital que no conocía del occidente del continente europeo. Uno construye tantas veces en la imaginación una ciudad que el resultado puede ser desilusionante. Resultó distinto. Desde el principio, junto a su gran belleza, me pareció que era la capital de América y Europa más habitable y humana. Al mirarla en su conjunto, desde distintos ángulos, me venía el verso de Álvaro Campos (Fernando Pessoa), cuando habla de la “vasta, irregular y multicolorida masa de casas”.
Históricamente Europa parece haberse olvidado de Portugal y Portugal no mira demasiado a Europa. ¿Acaso el Pessoa de los años veinte no tenía como gran proyecto propagandístico que debían escribirse libros y fundar un periódico para destruir “los errores y colmar las lagunas de información que se tiene sobre Portugal” ¿No decía que Portugal vivía una “descategorización europea”? ¿No escribió para este fin en 1925 una rara y didáctica guía escrita en inglés dirigida al gran público, What the tourist should see (Lo que el turista debe ver), pero que sólo Maria Amélia Gomes la descubrió en 1988, entre miles de papeles, y se publicó cuatro años después? ¿No apuntaba que Portugal era visto en el extranjero como un “vago país pequeño, en algún lugar de Europa, el cual a veces se supone parte de España”? No puede soslayarse que Pessoa no dejó de ser en sus años lisboetas un férvido nacionalista y un imperialista nostálgico, y aun, en un folleto que publicó en 1928, un defensor que justificaba una dictadura militar en Portugal.
Si una figura y un rostro se multiplican de muchísimas formas por Lisboa son los de Pessoa. Queriéndolo o no, da un sello característico a la ciudad. Si él se inventó en más de setenta heterónimos, como descubrió la minuciosa investigadora Teresa Rita Lopes, su rostro y su figura, que fueron únicos, se multiplican mucho más que los setenta y tantos heterónimos. Estos heterónimos, como mostró Teresa Rita en su libro (Pessoa per conhecer), dialogaban, comentaban y discutían por escrito entre sí. Un gran teatro hecho sobre la nada. Curiosamente en sus cartas o en sus dedicatorias Pessoa sólo firmaba Fernando, es decir, alguien que se vuelve nadie por no tener apellido. Nadie significa su apellido en francés, es decir, Personne. ¿Su única y breve novia Ofelia Queirós, no le escribió con buen humor en francés, en un sobre dirigido a él, Ferdinand Personne, es decir, envió una carta a Fernando Nadie? ¿No se lee en su carta de identidad de 1928 que Pessoa nació en Lisboa el 19 de junio de 1888, de profesión empleado de comercio, soltero, estatura 1.73 centímetros y de ojos castaños? ¿No parecen datos para una biografía sin persona o una comedia sin personaje?
El poeta en su calle, barrio de Chiado, Lisboa |
En los espléndidos libros iconográficos y comentados de Joaquim Vieira y María José de Lancastre, ambos titulados Fernando Pessoa, es dable ver las fotografías del poeta, y en ninguna, luego de los dos años y medio, solo o con familiares, amigos y colegas, esboza la más ligera sonrisa. A veces su mirada se va, y otras, sólo parece mirar tristemente hacia el interior de sí mismo.
A su casa, en Rua Coehlo da Rocha 16, hay que ir, no porque valga mucho la pena, sino porque es un ritual que debe cumplirse con escritores y artistas que fueron esenciales en nuestra vida. Una vez acompañé a Jorge Valdés y a su compañera, la poeta española Amalia Bautista, y otra a Juan Manuel Roca. En la fachada de la casa se reparten, como un juego colorido de escrituras, versos de Pessoa. Algunos parecen escogidos por quien no ha leído bien a Pessoa.
Pessoa moró aquí, en el primer piso, los últimos quince años de su vida. Ahora, no sólo el primer piso, sino el edificio antiguo, es la Casa Pessoa. Remodelado, sin duda lo más interesante es su pequeño cuarto, pero en él, lo único que perteneció al poeta son la cómoda, que le servía de mesa donde escribió por muchos años, y una máquina de escribir que utilizaba en la compañía de comercio donde laboraba. Es sugerente ver una copia del arcón donde dejó más de 27 mil papeles y el lecho que parece pequeño para su altura. Mucho se logró con la remodelación: con todo el mobiliario el cuarto nos da la imagen de cómo fue alguna vez, o probablemente fue.
Como Peter Altenberg, Ramón Gómez de la Serna o Juan Rulfo, Pessoa fue hombre de cafés. Los dos con los que más se le reconoce, son La Brazileira, en las alturas del Chiado, y el Martinho da Arcada, en la aireada y geométrica Plaza del Comercio. Ambos conservan algún dejo de sus glorias en las décadas de los veinte y los treinta. En fotografías de época se ven más vistosos de lo que ahora son. Como todo mundo sabe, en la terraza de La Brazileira hay una estatua de Pessoa sentado, cruzada la pierna, que, como pasa con la gran mayoría de las estatuas, no se parece a la persona que fue o apenas se le parece. Eso no es escollo para que los turistas, entre los que me inscribo, hagan fila para sacarse fotografías a su lado. Al estar en La Brazileira, uno siente al menos que Pessoa estuvo allí, acudió a menudo y que sus pisadas quedaron en una memoria que nunca podrá verse.
Enterrado primero en el cementerio, curiosamente llamado de los Placeres, se le volvió a enterrar bajo un túmulo, en el claustro del bellísimo monasterio de los Jerónimos en 1985, a cincuenta años de su muerte. Al ver el túmulo, me daba la impresión de que el cuerpo de Pessoa salía a diario del subsuelo, atravesaba el claustro y la iglesia, luego el Jardín del Imperio y se ponía a contemplar el Tajo desde la orilla.
Vuelvo a ver las fotografías. Después de los cuarenta y cinco años, notoriamente envejecido, parece tener cosa de sesenta. Hospitalizado en el Hospital de San Luis de los Franceses el 28 de noviembre de 1935 a causa de “crisis de fiebre y dolores abdominales”, al día siguiente escribió aún en inglés, pensando en el enigma próximo: “I don’t know what bring tomorrow”, “No sé lo que mañana traiga”. Murió a las ocho de la noche del día 30. En un horóscopo había previsto que su gloria llegaría póstuma.
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