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La dama del perrito y la geopolítica
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Jorge Bustamante García
¿Podríamos imaginar un mundo, al
menos por unos instantes, en el que la
geopolítica no estuviera dominada
por los intereses despiadados del capital,
o por la feroz necesidad de los imperios de
todos los signos de marcar territorios de influencia
desde donde puedan amenazar a otros o
protegerse de potenciales ataques? ¿Un mundo
en donde ni los esquistos bituminosos, ni los
yacimientos de gas y petróleo, ni los oleoductos,
ni ningún otro recurso por el estilo fuera
pretexto para dominar a los países vecinos,
para presionarlos, aislarlos o arruinarlos, según
sean las exigencias del capital todopoderoso
y de los señores que le sirven? ¿Qué tal un mundo
en donde la geopolítica fuera definida por la
riqueza cultural e histórica de los pueblos, por
sus expresiones artísticas, su literatura, el talento
de sus gentes y lo que son capaces de crear?
La respuesta a estas preguntas es, sin duda,
un “no” categórico, pues los que administran el
mundo actual, aunque parezcan de diferente
signo, son de la misma estirpe y juegan el mismo
papel de simples servidores del omnívoro capital
que todo se traga sin contemplaciones. El caso
reciente de Crimea se antoja ya emblemático. Por
esta razón tanto Obama y Putin, como los corifeos
de la Unión Europea y Ucrania, son lo
mismo, aunque sesudos analistas intenten
encontrarles diferencias: representan poderes
imperiales de dominación enfrentados por
intereses mezquinos de “aprovechamiento” de
los recursos naturales, minerales y logísticos
de esos territorios que se disputan, sin importarles
en lo más mínimo la cultura y la historia de
pueblos avasallados por unos y otros.
Pareciera que por la cabeza de los líderes políticos
involucrados nunca pasó la idea de la
importancia de Crimea como centro no sólo de
la cultura rusa, sino también de la de Ucrania,
devenidas de un auténtico entrecruce de pueblos
mezclados y sobrepuestos históricamente, desde
griegos, romanos, sármatas, escitas, alanos,
godos, hasta tribus túrquicas y tártaros.
Pero concentrémonos, para los fines de este
artículo, únicamente en la importancia histórica
de Crimea como hábitat de gran parte de la literatura
escrita por rusos. Crimea es un tema muy
extenso en la literatura rusa. Pushkin, en su
destierro, compuso allí su majestuoso poema
“La fuente de Bajchizarái”; Tolstói reinventó sus
propias experiencias en el frente de la guerra de
Crimea (que dejó más de un millón de muertos)
en 1853 en sus Relatos de Sebastopol; Gorki estuvo
una temporada en la península y escribió in
situ sus “Apuntes de Crimea”; Iván Bunin la visitó
incontables veces, conocía muy bien en especial
la costa sur e introdujo fuertemente los motivos
crimeos en su novela autobiográfica La vida
de Arseniev; el gran humorista y cuentista satírico
Arkadi Averchenko nació en Sebastopol y
en cientos de cuentos consolidó su prestigio,
como “El rey de la risa”; en Feodosia el narrador
Alexander Grin, autor de “Las velas escarlatas”
y otros relatos emblemáticos de literatura infantil
que contribuyeron al imaginario colectivo de
varias generaciones de lectores en el siglo XX,
hizo de Crimea parte de su propio mito; Kuprin
vivió meses en la casa de Chéjov y escribió un
hermoso libro de memorias sobre la vida de
Antón Páblovich en la península; Chéjov vivió
los últimos cinco años de su corta vida en Yalta y
allí escribió las piezas El jardín de los cerezos y Las
tres hermanas, además del entrañable relato “La
dama del perrito” que marcó con la ficción de la
vida ínfima gran parte de la cuentística mundial
del siglo XX. Los personajes de este cuento de
Chéjov deambulan ahora por el mundo y por
Yalta, y hoy pasean en bronce por uno de sus
malecones.
El escritor Víctor Erofeiev, autor de la exitosa
novela La bella de Moscú, ha dicho recientemente
que, a su modo de ver, Crimea “es un lugar de la
cultura rusa. En el pueblo de Koktebel me he
encontrado a mí mismo”. En Koktebel vivió en
las primeras décadas del siglo XX el poeta Maximilian
Voloshin, cuya casa se convirtió en refugio
para todos en plena guerra civil: cuando se
imponían los blancos, salvaba a los rojos y cuando
triunfaban los rojos, salvaba a los blancos. Lo
frecuentaban muchos escritores rusos, algunos
incluso escribieron allí parte de su obra, como
Andréi Biely, Ilia Ehrenburg, Balmont, Zamiatin,
Mijaíl Bulgákov, Ósip Mandelshtam, Alekséi
Tolstói y Marina Tsvetáieva. Esta última llegó a
afirmar que la casa de Voloshin en Koktebel era
“uno de los mejores sitios de la tierra” en donde
se descubrió a “sí misma, por primera vez, como
poeta”. Por otra parte, los futuristas Maiakovski
y Severianin se atrincheraron un verano en un
hotelito de Sinferópol, donde no dejaron de
beber y pasarla bien a costa de un joven e ingenuo
comerciante que quería ser, como ellos,
escritor. De esa experiencia Severianin escribió
“Tragicomedia de Crimea”. Anna Ajmátova
pasó temporadas en Sebastopol y Bajchisarái
y dedicó una veintena de poemas a esa experiencia
en el ciclo “El año dieciséis”. Crimea
permeó la imaginación de los escritores rusos:
nadie salía de allí sin poesía, sin un nuevo relato,
sin un libro de memorias, sin una novela.
En el verano del ‘74, andábamos un grupo de
estudiantes en prácticas geológicas en las montañas
de Crimea. En nuestro campamento en
Projladno, a una hora al sur de Sinferópol, había
cerca de mil estudiantes de geología, geofísica y
mineralogía de distintas universidades de aquel
país que ya no existe y que se conocía como la
Unión Soviética. Entonces, estar en Crimea daba
igual para cualquier persona, ya fuera ucraniano,
ruso, letón, moldavo, azerbayano, kazajo o
kirguisio. Es decir, Crimea les pertenecía como
les pertenecía por igual la gran literatura rusa, la
rica cultura ucraniana, la extensa música popular
de los pueblos del Asia Central, la portentosa
danza georgiana, la poesía del daguestano Razul
Gamzátov, el Espartaco del armenio Aram Jachaturián
o el cetro mundial de ajedrez de su paisano
Tigran Petrosian en 1963. Un escritor ucraniano
llegó a ser uno de los más grandes escritores
rusos: Nikolái Gógol.
Todo eso parecen ignorarlo hoy los dirigentes
políticos; sólo les interesan los oleoductos, el
gas, los mandatos del gran capital, la ganancia
a toda costa al precio que fuere. Si alguien propusiera
una geopolítica en donde la dama del perrito
y la fuerza de la cultura fueran las variantes
que acercaran a los pueblos, les sonaría inútil,
utópico, lo mirarían con displicencia, burla y
altanería; pero eso es preferible a la estupidez
de los aprovechadores líderes actuales y al cinismo
de quienes mueven los hilos.
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