El arte poliédrico de
Roberto Montenegro
Argelia Castillo
En 2013 se cumplieron cuarenta y cinco años del fallecimiento de Roberto Montenegro, uno de los exponentes más destacados del arte moderno de México, cuya obra fue durante mucho tiempo relegada al olvido.
Por fortuna, un par de exposiciones recientes han contribuido al descubrimiento o redescubrimiento de la plástica del jalisciense: El universo de Montenegro. Fragmentos, albergada por el Museo Mural Diego Rivera (octubre de 2011-enero de 2012), y Roberto Montenegro. Colección Andrés Blaisten. Donación Dr. John y Marie Plakos, presentada en el Instituto Cultural Cabañas (octubre de 2012-enero de 2013). Ambas exhibiciones constituyeron sugerentes atisbos de la vasta, polifacética y multiforme producción del artista originario de Guadalajara.
Roberto Montenegro nació en 1881, año en el que también vio la luz Pablo Picasso. A esta coincidencia se suma otra: los dos creadores completaron una trayectoria larga, prolífica y versátil, signada por los tránsitos expresivos y una capacidad incesante de reinvención.
El tapatío fue discípulo, en la Academia de Dibujo y Pintura de su ciudad natal, del maestro italobrasileño Félix Bernardelli, quien lo introdujo en el horizonte del simbolismo y el art nouveau.
En 1904 Montenegro viajó a Ciudad de México con objeto de ingresar en la Escuela Nacional de Bellas Artes y, un año más tarde, obtuvo una beca para estudiar en Europa, donde entró en contacto con las tendencias artísticas del momento.
Desde el otro lado del Atlántico, continuó enviando a nuestro país viñetas para la Revista Moderna, colaboración que mantuvo entre 1903 y 1911.
En aquella época, las representaciones gráficas de Montenegro aparecieron en diversas publicaciones periódicas tanto mexicanas como europeas, al igual que en libros. Tal fue el caso de Jardines interiores, texto poético de Amado Nervo, su primo hermano, que ilustró junto con el gran Julio Ruelas.
En correspondencia con la literatura adscrita al modernismo, los dibujos del jalisciense trazan figuras femeninas inmersas en las pulsiones de Eros y Tánatos, a través de elegantes estilizaciones lineales, deudoras de la imaginería del británico Aubrey Beardsley.
En el transcurso de la primera guerra mundial, Montenegro se refugió en la mayor de las Islas Baleares, donde creó una pintura que acusa las lecciones de las vanguardias en lo referente al manejo de la luz, la riqueza cromática, el recurso planimétrico y el gusto por lo exótico, como puede constatarse en el célebre Pescador de Mallorca (H. 1915), lienzo atesorado por el Museo Nacional de Arte de Ciudad de México.
El artista tapatío permaneció en Europa durante casi tres lustros y, una vez de regreso en nuestro país, José Vasconcelos, el entonces secretario de Educación Pública, lo invitó a participar en su proyecto de arte muralista en espacios públicos.
De hecho, Montenegro fue el autor del primer mural del México moderno, a saber, El árbol de la vida, que plasmó en 1921 en el ábside de lo que fue el templo del antiguo Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo.
A esta obra fundacional, imbuida aún del refinado espíritu decorativo del art nouveau, le siguieron en el mismo inmueble del Centro Histórico capitalino tanto La fiesta de la Santa Cruz (1922-1923), en el cubo de la escalera del claustro, como el Ángel de la paz (1928), perteneciente al ciclo alegórico de los corredores.
En el primero de tales murales, que recoge la festividad patronal de los albañiles, el jalisciense inserta aspectos de la cultura popular en la estructuración de una iconografía identitaria de vocación nacionalista. En el segundo, trasladado al Palacio de Bellas Artes, hace suyo el riguroso geometrismo del art déco.
A pesar de la nutrida producción muralística que Montenegro ejecutó a lo largo de los años, terminó perdiendo su protagonismo inicial dentro del movimiento, cuando éste siguió el derrotero de la univocidad ideológica y política.
En efecto, su tema no fue la gesta revolucionaria, pero sí la indagación de lo mexicano, sustentada paralelamente en el rescate que llevó a cabo de las artes tradicionales de nuestro país.
Así, en 1921 Montenegro organizó, junto con sus paisanos Jorge Enciso y Gerardo Murillo y el Dr. Atl, la Exposición nacional del arte popular, en el marco de la celebración del centenario de la consumación de la Independencia; en 1934 dirigió el primer Museo de Artes Populares, y en 1940 fue el responsable de la sección de arte popular de la muestra Twenty Centuries of Mexican Art, realizada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
A la colección permanente de esa institución museográfica pertenece Mujeres mayas (1926), trabajo que revela la manera en que la plástica del jalisciense empezó a poblarse de perfiles indígenas, formas prehispánicas y contenidos mexicanos, como sucede con su serie de litografías de los años treintas que recogen vistas de Taxco, si bien mediante un vocabulario de raigambre cubista.
Y es que habiendo sido un observador atento y abierto a los hallazgos de las propuestas artísticas de su tiempo, Montenegro se aventuró por varios de los territorios de exploración vanguardista, con resultados particularmente significativos en su obra de corte surrealista.
En ella confluyen el enigma insondable y la imaginación desbordante, el símbolo hermético y la ironía fatídica filtrados por el peculiar ingrediente fantástico del arte popular de nuestro país (El hijo pródigo y Adioses, 1930; Homenaje a Chirico y Máscara y árbol, 1944; Desesperación, 1949).
En su pintura de caballete sobresale asimismo su abundante retratística, género donde Montenegro hace gala del dominio de la técnica: desde la expresiva fisonomía abocetada de Jesús Reyes Ferreira hasta las fascinantes efigies de Salvador Novo y otros miembros de los contemporáneos, pasando por el conocido Retrato de Gabriel Fernández Ledesma, con evidentes ecos compositivos de Egon Schiele, y Mujer en vestido rojo (1968), de solución plástica emparentada también con la secesión vienesa.
En materia autorretratística hay que subrayar la destreza con la cual capta su propia imagen y entorno de trabajo sujetos al escorzo y la distorsión provocados por el reflejo en una esfera. Mostrando aquí afinidades conceptuales con la gráfica de M.C. Escher, en este conjunto integrado por una docena de autorretratos del jalisciense descuella el realizado en 1942, que forma parte del acervo del Museo de Arte Moderno de Ciudad de México.
La última década de la pintura de Montenegro se caracteriza por la incursión en una suerte de abstraccionismo, vertebrado al final por la geometría sagrada de las grecas prehispánicas, donde asoman frutas, máscaras, calaveras y demás arcanos: Estela con figura rosa y Tres máscaras (1968).
Otras facetas del artista incluyen el diseño de vitrales (La vendedora de pericos y El jarabe tapatío), y de escenografías tanto para puestas en escena de los teatros Ulises y Orientación, como de ballets, habiendo contribuido a la de Aleko junto con Marc Chagall.
Autor de los libros Máscaras mexicanas (1926), Pintura mexicana, 1800-1860 (1933) y Retablos de México. Exvotos (1950), el jalisciense participó en innumerables exposiciones individuales y colectivas en nuestro país y en el extranjero, y fue distinguido en 1967, un año antes de su muerte, con el Premio Nacional de Arte.
Consideradas en su conjunto, las múltiples caras que componen la producción poliédrica de Roberto Montenegro, refractaria a cualquier intento de encasillamiento, dan cuenta de un discurso de innegable sensibilidad y valor estético, cuyo eje conductor fue siempre una aventurada y venturosa pasión creadora.
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