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Verónica Murguía
El espejismo
Pertenezco a la raza que profesa la fe de las vacaciones en la playa. Quienes son como yo juran que, si se van de vacaciones al mar, todo en sus vidas se compondrá. El mar es, para mí, el remedio universal contra el cansancio. Siento por el Caribe una mezcla de ternura y embeleso semejante en todo al amor. El color y la temperatura del agua, la textura sedosa de la arena, la sombra móvil de los cardúmenes que se acercan a la orilla y que me rozan los tobillos, todo me hechiza de tal forma que lo veo y me alegro.
Aunque he padecido insolaciones, ampollas, espinas en las plantas de los pies, una quemada de aguamala, una revolcada que me hizo tragar agua salada hasta vomitar, y de que nado como un perro, lo amo. La nostalgia me obliga a creer que no hay olor más salutífero que el del sargazo pudriéndose bajo el sol, ni sonido más curativo que el de las olas.
Soy medio yucateca: resistente a la salsa de habanero, descarada en traje de baño, flemática ante los chistes escatológicos y amante del sol. Lo malo es que la mitad de mi ADN no es tan tropical y poseo una complexión semejante a la de las cuijas. Ahora que los efectos del sol sobre la piel humana son conocidos en todo el universo, uso un filtro solar con un FPS semejante al que usa el vampiro Deacon Frost en Blade, ese churro chistosísimo en el que Wesley Snipes vuela por todas partes.
Deacon Frost es, favor de fijarse en el dato pseudocientífico, alérgico a los rayos UVA y por eso un segundo expuesto a la luz lo convierte en un montón de ceniza humeante. ¿Qué hacer si uno es un vampiro que necesita andar de compras y cazando muchachas ingenuas a las dos de la tarde? La respuesta es obvia: usar gabardinas bien cortadas y un filtro solar impenetrable.
Lo que le funcione al vampiro me ha de servir a mí, pensé al ver la película. Sí ha resultado. Para el corto viaje del que recién he regresado, compré un filtro de 110 FPS que me dejó del color de una cuartilla Bond, pero llena de barros. Quizás por eso no me veo más sana al regresar, sólo se me quita la cara de susto. Además, comprobé que ir en traje de baño sin pensarlo dos veces es una actitud que se acerca a su fecha de caducidad. No es lo mismo Los tres mosqueteros… etcétera y soy pusilánime. Le tengo tirria a los espejos porque me revelan que el tiempo es implacable y no explicaré más porque me lo impide el pundonor.
Antes, en cuanto se definía la fecha para irnos, me proponía cumplir con una serie de rituales destinados a disimular los defectos que me tocaron en la tómbola de la herencia. Cortarme el pelo, hacerme pedicure, exfoliarme las rodillas y ceremonias afines, cuyos detalles no revelaría porque son detestables. En años recientes se sumó el autobroncearme con cremas que lo dejan a uno color tabaco y con las manos anaranjadas. Cada verano compro una crema de ésas. Sólo me la he puesto dos veces y las dos quedé feliz. De lejos me veía tostada y atlética, como si hubiera surfeado un mes. De cerca me veía como hecha de latón y con los bigotes amarillos. Hasta mi abuela, tan discreta que era, me sugirió que usara un maquillaje más natural.
–¡No uso maquillaje, abuelita! –declaré.
–Ay, hija, ¿entonces por qué traes chapas de tascalate?
La explicación le pareció una bobada y me advirtió que cualquier sustancia que tiñera la piel era, por necesidad, venenosa. Ésa, aclaro, no era la abuela yucateca. Era la michoacana, que adoraba la niebla y reprobaba el sol.
No me arredré. Me fui con mi marido al mar y me la pasé feliz, aunque cuando vi las fotos del viaje, tuve que reconocer que mi autobronceado dejaba muchísimo que desear y me veía como si me hubiera oxidado.
Suelo olvidar las sandalias, el sombrero y el repelente. Los compro, los atesoro y los dejo en el estante, ya que mi capacidad para hacer una maleta cumplidora es muy limitada. Lo que no olvido son los bestsellers. Esta vez quise, por un momento, llevar libros buenos. Pero luego recordé hasta qué punto me baja el iq cuando estoy bajo el sol y la modorra que me provoca el calor. Compré Inferno, de Dan Brown.
Cuando en la tarde bajaban (o subían, porque los vi despegar de un charco) los moscos y trataban de picarnos hasta las muelas, huíamos al cuarto y yo abría el libro. No me decepcionó: es de una tontera purísima, capaz de borrar cualquier rastro de sensatez. Obnubilada por tanta babosada incruenta me dormía, en paz con el mundo.
Era lo que me hacía falta.
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