Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El vicio impune
de la lectura
Vilma Fuentes
Rilke: el resistir
lo es todo
Marcos Winocur
Intelectuales públicos
y telectuales
Rafael Barajas, el Fisgón
Los redentores neoliberales
Gustavo Ogarrio
La última voluntad
de Pirandello
Annunziata Rossi
Estado de antisitio
Nanos Valauritis
Leer
Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Javier Sicilia
La necesidad del testimonio
Hay en todo proceso de violencia la búsqueda de borrar a las víctimas, de llevarlas al territorio de lo innombrable, de arrancarles la palabra. A la producción de cadáveres –asesinados, destazados, enterrados en fosas clandestinas o disueltos en ácido, una novedad menos costosa que los hornos crematorios de Auschwitz– se suma el silenciamiento de los familiares que sufren el horror, la destrucción de su decir.
Durante el gobierno de Felipe Calderón esta última práctica –hasta el surgimiento del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) que les dio la palabra a la víctimas– fue una de sus políticas de Estado, su gran crimen de lesa humanidad. Hoy, bajo el régimen de Enrique Peña Nieto, se trata –hasta ahora de manera infructuosa– de desmontar su decir de los medios de comunicación, de encapsularlo en el lamento confinado e inaudible de las procuradurías.
El rostro extremo de esa práctica que guarda toda violencia es esa muchedumbre de cadáveres vivientes que recorrían los campos de exterminio nazi y que llamaban, no se sabe bien por qué, “musulmanes”: seres que no sólo habían perdido cualquier voluntad, sino incluso, a fuerza de negación y de violencia, casi la palabra. Primo Levi retrata en el pequeño Hurbinek los grados a los que esa negación puede conducir. Hurbinek nació en Auschwitz. “No parecía mayor de tres años; no sabía hablar y no tenía nombre.” El que llevaba era fruto de uno de los sonidos inarticulados que pronunciaba y que alguien había captado. “Estaba paralizado a partir de los riñones y tenía las piernas torcidas, flacas como flautas, pero sus ojos extraviados en un rostro triangular y raquítico, centelleaban, terriblemente vivos, suplicantes, afirmativos, llenos de la voluntad de romper sus cadenas, de romper las barreras mortales de su mutismo. La palabra que le faltaba, que nadie se había preocupado en enseñarle, la necesidad de la palabra, emanaba de su mirada con una fuerza expresiva.” Por las noches, “del rincón de Hurbinek llegaba un sonido, una palabra ” llena de “ variaciones experimentales alrededor de un tema, de una raíz, tal vez de un nombre”: mass-klo, matisklo.
Un poeta, Paul Celan, que buscaba los significados de ese decir de la muerte en Auschwitz –una empresa inmensa para la poesía– terminó también por escribir un balbuceo como el de Hurbinek. Un lenguaje oscuro, cada vez más denso en su tiniebla, que concluyó en el silencio.
Ciertamente, el decir de Hurbinek y de Celan son el verdadero testimonio del horror, la experiencia absoluta de lo humano negado que, como dice Juan Villoro, “quedó del otro lado del sentido”. Sin embargo, ese decir, como lo vio Levi, urge narrarlo, urge la palabra del testigo que no llegará, como ellos, al fondo de ese decir oscuro, pero salvará lo humano. Levi lo dice al final de su relato sobre Hurbinek: “Murió los primeros días de marzo de 1945, libre pero no rescatado. No queda nada de él: da testimonio a través de mis palabras.” Los exégetas de Celan, que se suicidó en 1971 en el Puente Mirabeau, lo dicen también al interpretarlo.
Las víctimas en México, bajo la negación de la violencia y el poder, no sólo corren el peligro de convertirse en “musulmanes” –durante los recorridos del MPJD por todo el país encontramos una gran cantidad de ellos: hombres y mujeres que, a fuerza de desprecio y criminalización, estaban al borde de convertirse en un conjunto de puras funciones físicas–, sino de perder la palabra en el sinsentido del horror y ser enterradas en el mutismo del olvido.
Hay, en este sentido, y como nos lo mostraron Levi y todos los grandes testigos de Auschwitz, un deber ético, en quienes poseen una palabra, de dar testimonio del horror, de desatar –aunque no se pueda dar cuenta total del fondo del espanto que produce la violencia– la palabra encerrada en el confinamiento de la muerte y de las procuradurías; una obligación ética de conservar la memoria, de recuperar lo humano y su exigencia de justicia y de paz; una obligación de que la vida no se pierda como el ala de una mariposa en el incendio del desprecio.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
|