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Francisco de León, el escultor
Para escultores como Miguel Ángel, la premeditación de la obra era prácticamente su ejecución; el arte es posibilidad, está en potencia. El artista logra la visualización y se adelanta a la realidad, la piedra enorme que configura un puño en la mirada del creador nos devela una escultura, sólo hay que retirar lo que le sobra. Pero decirlo no es igual a consumarlo, sólo los grandes artistas lo concretan.
Francisco de León (México, DF, 1946) es un escultor nato avecindado en Cuernavaca y heredero de maestros como Luis Ortiz Monasterio, Francisco Zúñiga, Oliverio Martínez y Alberto de la Vega, quienes a su vez conformaron el grupo Las Piedras Vivas y de quienes recibió gran parte de lo que hoy asume como su patrimonio espiritual.
En el dibujo de mandalas, De León preserva el elemento de la búsqueda que lo ha caracterizado como un investigador constante de las formas. Si como narra el Popol Vuh, una versión del hombre fue hecha del barro primigenio, o de la arcilla primordial del Génesis, una forma de realizar al ser es encontrando la almendra que lo anima, y esto lo ha ido macerando Francisco de León a través de la manipulación del barro, de la meditación y de su propia experiencia vital. Las dimensiones de la escultura lo han volcado en sí mismo, en la misma noche de San Juan en la que sólo por la fe que obra se advierte que la luz vendrá en cualquier momento a mostrarnos la continuidad de la vida.
De León rememora las palabras de Ricardo Garibay cuando, enérgicamente, decía que “un pueblo sin arte no tiene espíritu”. En sus obras se encuentran conjugadas la tradición de los antiguos mexicanos y la visión del hombre actual; un ejemplo importante es el trabajo monumental que realizó en 2005 en la torre universitaria de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, el espacio escultórico Raíces, el cual simboliza el árbol Tamoanchan, el árbol que habla, y las siete tribus nahuatlacas, el cual fue inaugurado por el entonces rector René Santoveña.
La mitología dice que Cuauhnáhuac era un pueblo de brujos en armonía que fue invadido por brujos oscuros que los comenzaron a dominar, y una manera que utilizaron los antiguos para remover la negatividad y protegerse fue la siembra del árbol Tamoanchan que transforma esa energía.
Como árbol generoso, el escultor se asume como espejo de su propio universo. Quizá no imitador de la naturaleza, sino imagen y semejanza de su creador. Hay en la obra de Francisco de León los rasgos de la búsqueda, el insaciable apetito de conocer y ser descubierto. Pese a lo que el mercado nos muestra como ejemplo de virtud, no deja de sorprender una obra como la de Francisco, impregnada de significados y de sentido en un mundo cada vez más grafiteado. Alguna vez Ricardo Garibay le dijo al escultor que “la suya era una escritura táctil”, como una invitación a descubrir la obra de quien tiene algo que decir.
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