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Propaganda de la Unión Nacional Sinarquista en 1944, año de su apogeo (más de medio millón de afiliados en
más de seiscientos comités) |
Falange y sinarquismo
en Baja California
Hugo Gutiérrez Vega
Para Ángel de la Vega Navarro
y Anne Marie de la Vega Leinert
Hace tiempo, el ingeniero Juan de Dios Martínez me prestó un libro sobre la historia de la Unión Nacional Sinarquista escrito por el periodista Mario Gill, compañero de Benita Galeana. Se trata de una bien documentada investigación, realizada con carácter de urgencia ante el avance de la segunda guerra mundial y la entrada de México al conflicto. Gill analiza las características de ese grupo (tal vez el más importante) de la derecha mexicana, desde una perspectiva distinta a la de Jean Meyer, el historiador más acucioso de los movimientos derechistas de nuestro país. Ambas son valiosas y pueden considerarse complementarias.
Leyendo el libro de Gill recordé una manifestación sinarquista en la Plaza de los Mártires de León, Guanajuato. Debe haber sido en 1952 y coincidió con la campaña de Efraín González Luna, candidato del PAN y de la UNS a la Presidencia de la República. Las dos organizaciones nunca se llevaron bien, pues las discrepancias ideológicas eran profundas. Para empezar, el PAN creía en la democracia y, según lo afirmaban algunos miembros de la “Sinarquía Nacional”, tenía mentalidad “pequeñoburguesa”. Recuerdo vagamente los discursos pronunciados por Enrique Morfín, José Valadés, Ignacio González Gollaz y Juan Ignacio Padilla. Todos se refirieron a su triunfo en las elecciones municipales de León y a la masacre con la cual el gobierno “solucionó el problemita” (palabras textuales del coronel que comandaba a los ametralladoristas). Sangre derramada, mártires a granel, muchachas heroicas, caídos presentes (“mil pasos adelante. Ni uno atrás”, decía su himno de corte falangista), martirios fertilizantes... todo esto formaba parte de una retórica que tenía más muertos que vivos.
Salvador Abascal, líder sinarquista |
La plaza estaba llena de banderas rojas con un círculo blanco que llevaba dentro el mapa del país en verde (los brazaletes eran iguales), y los jerarcas y algunos directivos regionales usaban camisas color caqui y botas federicas. Saludaban tocándose el pecho con el brazo en escuadra y la mano en posición horizontal, y cantaban su himno y una buena cantidad de corridos, pues se trataba de un movimiento campesino con un importante arraigo popular (sus falanges, encabezadas por Salvador Abascal, entraron a Morelia a caballo y en son amenazante. Se calcula que las “fuerzas populares” tenían cerca de cuarenta mil miembros), y sus dirigentes mantenían contactos con el nazismo, el fascismo y, de manera especial, con la falange española y con algunas instituciones japonesas, aparentemente interesadas en la cultura hispánica pero, en realidad, obsesionadas con la geografía de Baja California y su posición tan cercana a Estados Unidos. A partir de 1939, algunos miembros de la Sinarquía Nacional y un grupo selecto de jóvenes militantes fueron a estudiar a la Academia de Mandos de Falange Española. He visto fotografías en las que aparecen vistiendo la camisa azul (“cara al sol con la camisa nueva”, decía el himno del fascismo español) y haciendo el saludo romano debajo de retratos de Primo de Rivera y de Onésimo Redondo, el violento líder de las “Juventudes de Ofensiva Nacional Sindicalista”. No olvidemos que uno de los fundadores del sinarquismo (mártir temprano, por cierto), José Antonio Urquiza, estudió en España y era un buen conocedor de la retórica de José Antonio Primo de Rivera. El José Antonio mexicano fue muerto por un ejidatario humillado y ofendido, en las cercanías de una de las haciendas queretanas de su señor padre, ilustre autor de jaculatorias patentadas en El Vaticano.
La principal fuerza del sinarquismo estaba en Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, pero tenía comités en todos los estados. Muchos de sus miembros habían sido cristeros inconformes con los tratados de paz que firmaron el gobierno de Portes Gil (“Aquí vive el Presidente. El que manda vive enfrente”, decían los poderosos callistas) y la jerarquía eclesiástica. Todos estaban en desacuerdo con el reparto agrario, al cual consideraban un robo imperdonable, y con la educación laica. Los maestros desorejados fueron las víctimas de ese fundamentalismo campesino inspirado por el clero católico.
Del Bajío a la Península
Un grupo de líderes cristeros flameando su bandera Fotos: revistareplicante.com/el-sinarquismo/ |
La masacre de León, la toma de Morelia, el encapuchamiento del busto de Benito Juárez que les costó el registro de su brazo político, así como la creación de varios partidos (el último fue el del “gallito”), fueron los momentos culminantes de la organización fascista, pero su aventura más interesante fue la de la fundación, breve historia, decadencia y caída de su colonia utópica de María Auxiliadora en Baja California Sur. Mario Gill estudió los aspectos sobresalientes de esa aventura presidida por un caudillo iluminado e iracundo, un duce carismático y vociferante, un conducator infatigable, un fundamentalista obnubilado por su proyecto obsesivo: Salvador Abascal, líder de ese movimiento social, religioso y militar que viajó a Baja California con propósitos utópicos, pero también con proyectos muy concretos iluminados por “el sol naciente”.
En el libro de Gill hay una fotografía de dicho caudillo de la empresa colonizadora. En ella aparece con los zapatos rotos, un viejo pantalón de mezclilla y un jorongo del centro del país. Lo rodea la tierra seca y sobre su cabeza se desploma un sol de justicia.
No llegó a la colonia con las cuarenta o cincuenta mil personas de su proyecto inicial. Apenas logró reunir cincuenta y cuatro familias y con ellas echó a andar una “aventura espiritual” que, en el fondo, tenía varios aspectos políticos y militares muy alejados del aliento utópico y muy cercanos a lo que estaba sucediendo en Europa y en el Lejano Oriente en los años de 1941 y 1942.
Gill asegura que la localización del sitio en el que se estableció la Colonia fue hecha por el ingeniero Peter Wirgman, persona ligada al movimiento nazi en América Latina. El presidente Ávila Camacho permitió que la colonia levantara sus precarias instalaciones en “un lugar tan distante de los centros poblados”, y el general Mújica, gobernador del Territorio y víctima de la venganza avilacamachista que tomó la forma de bloqueo de recursos y subsidios, aceptó la orden presidencial y se mantuvo alejado de los acontecimientos.
Sinarquista haciendo el saludo nazi |
Gill cita una declaración de Abascal sobre la selección del lugar que ocupó la colonia: “Efectivamente, escogimos este lugar por su proximidad a la Bahía Magdalena. Cuando estalló la guerra, nosotros comprendimos que Baja California corría peligro, que esa Bahía iba a ser vigilada; por lo mismo, se tendría que crear allí una base naval y aérea y que los soldados que allí se establecieran tendrían que alimentarse. Entonces nosotros resolvimos establecer nuestra colonia frente a Magdalena para tener un mercado cerca y a la vez cumplir con un deber patriótico.” Extraño patriotismo el del caudillo que siempre se opuso a la entrada de México a la guerra del lado de los aliados. Además, hay elementos probatorios suficientes de la intervención de los funcionarios falangistas encargados del llamado Pacto Madrid-Tokio. Los japoneses echaron a andar una curiosa red de institutos de cultura hispánica que tenía una inclinación especial por los países de América Latina y, particularmente, por México, Baja California Sur y la Bahía Magdalena, que era lo suficientemente grande como para albergar a toda la armada imperial. José Pagés Llergo, quien por aquellos tiempos hizo varias entrevistas a los jerarcas de Tokio, escribió algunos textos sobre la simpatía que ciertos grupos y movimientos sociales mexicanos hicieron patentes a los falangistas que actuaban como agentes del Imperio Nipón. Estos datos produjeron en Gill una serie de reflexiones que debemos revisar. Tal vez la más interesante sea la que aventura una hipótesis nada estrambótica, al señalar a Abascal y a los colonizadores como una avanzada dispuesta a recibir a la flota imperial en la acogedora Bahía Magdalena, a la que convertirían en base de operaciones. Todo esto, recuerda Gill, sucedía “en los días de Pearl Harbor”. Para mayor abundamiento están las cartas enviadas por Abascal a los japoneses establecidos en los dos territorios bajacalifornianos. En ellas se ponía a sus órdenes, manifestaba su simpatía por la causa nipona y los invitaba a visitar la colonia. El traslado de los japoneses al reclusorio del Cofre de Perote frustró el plan del caudillo sinarquista.
Los colonizadores provenientes de Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Colima, Aguascalientes, Zacatecas y la capital de la República eran, en su mayoría, campesinos. Había, además, algunos artesanos, mecánicos, albañiles, sastres y electricistas, así como un capellán. El primero fue el padre Zavala, persona moderadamente sensata. El segundo, apellidado Campos, era un fundamentalista despendolado que prohibía a los colonos comer mariscos “para evitar el aumento de los deseos carnales”. No tenían los pobres “héroes de la fe y de la esperanza” muchas cosas para alimentarse, pues los pocos jitomates, chiles, maíz y frijol que producían las pocas hectáreas rescatadas al desierto y a la sequía, tenían que enviarse a La Paz para su comercialización. Lo único que podían comer eran descomunales parrilladas con abulón, almejas gigantes, langostas y toda clase de pescados, incluyendo la regia totoaba; estofados de caguama y aletas rellenas de ostiones y camarones, langostinos, calamares y otras maravillas. Cuando el demente Campos prohibió los mariscos, se inició en serie la desbandada y los enfermos y famélicos colonos empezaron a desperdigarse por la península. Rafael Vizcaíno, cronista de Tijuana, recuerda a varios ex colonos que fueron a buscarse la vida a la industriosa y pecaminosa ciudad de los burros pintados de cebra y de los cráneos de Hernán Cortés niño, joven y adulto.
Miembros del Sindicalismo Sinarquista, marchando con la bandera de la Unión Nacional Sinarquista y la bandera nacional. Foto: movimiento-
sinarquista.blogspot.mx/ |
La aventura colonizadora tenía múltiples relaciones con el Instituto Iberoamericano que el siniestro Von Faupel dirigía en Berlín. Serrano Suñer y la Falange Española eran los encargados de sacar adelante su programa “cultural”. Los falangistas que colaboraban con Von Faupel tragaron saliva cuando, en la inauguración del Instituto, Hitler afirmó: “Habrá de ser una bendición para los habitantes de las Repúblicas de Sudamérica, cuando pasen de los efectos de la herencia hispano-portuguesa al dominio germánico... Alemania deberá apoderarse de la América del Sur...” Por esos años, dice Gill, la Casa Blanca recibió unos planos de la nueva distribución de América bajo el dominio nazi. En ellos, la “geopolítica faupeliana” señalaba a cinco grandes estados que dirigirían los cambios estructurales: Argentina, Brasil, la región andina, el Caribe y México. Además, para cerrar la pinza sobre América Latina, se creó el eje Madrid-Tokio. Franco y el coronel Fijurito, ayudante del mariscal Tojo, celebraron una serie de reuniones en las que trataron los temas americanos y filipinos. En todas ellas sonaron los nombres de México, Baja California, Bahía Magdalena, el sinarquismo y Salvador Abascal. La única interferencia fue la representada por los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara y su líder, Carlos Cuesta Gallardo (al terminar la segunda guerra mundial, este señor publicó un libro que hizo mancuerna con la pavorosa Derrota mundial de Borrego. Se titulaba Traición a Occidente y lo firmaba con el pseudónimo de Traian Romanescu).
“Fe, sangre y victoria”
Todo esto sucedía en los pasillos del poder. Mientras tanto, los colonizadores cantaban una candorosa canción: “Madre, me voy a California,/ vengo a pedirte tu santa bendición:/ lucharé por que sea de mi patria/ lo que produzca aquel rico girón...”
Documento desclasificado por la cia sobre los sinarquistas mexicanos, documentando el control que los falangistas españoles y los nazis tenían sobre ellos, 31 de octubre de 1941 |
En su libro bien documentado, aunque no exento de algunas exageraciones que tal vez provengan de un descuido al escoger o calificar sus fuentes, Mario Gill estudia el papel desempeñado por el padre Eduardo Iglesias en la fundación y el impresionante desarrollo de la Unión Nacional Sinarquista. El político jesuita fue el principal asesor del periódico oficial del movimiento: El Sinarquista. Dibujante y compositor, publicó caricaturas y es autor del belicoso himno titulado “Fe, sangre y victoria”.
El padre Iglesias desplazó al nazi Shereiter en las decisiones sobre el desarrollo del sinarquismo, propiciando un viraje hacia la doctrina social cristiana contenida en varias encíclicas papales, y aumentando considerablemente la influencia del clero que se manifestaba a través de la Unión Católica Mexicana y de la Acción Católica de la Juventud Mexicana. El padre Bergoend, fundador de la ACJM y los padres Saenz y Vértiz (autor de la inefable frase: “En México lo que no huele a incienso, huele a mierda”) fueron también asesores del cambio, del uso más discreto de la parafernalia nazi, de la atenuación de la influencia fascista y del nuevo tono clerical y social cristiano. Esto acercaba al sinarquismo a la Falange Española, ya para entonces puesta al servicio del franquismo asesino y de la jurásica jerarquía eclesiástica peninsular (estamos hablando de 1943, fecha en la que ya había fracasado la aventura de María Auxiliadora y ya se admitía la posibilidad de la derrota del Eje). El cambio se reflejó en los renovados ataques a los liberales que habían consolidado, siguiendo los aspectos modernizadores del Código de Napoleón, las instituciones laicas, el registro civil y otros aspectos legales en materia de propiedad (pensemos en las desamortizaciones de 1833), que acotaban el poder de la Iglesia. Don Valentín Gómez Farías y los promotores de la Constitución de 1857, especialmente don Benito Juárez, fueron demonizados por el sinarquismo y sus asesores eclesiásticos.
El arzobispo de México, don Luis María Martínez, empeñado en establecer los términos de un concordato de facto con el gobierno (para lograrlo, su curia ya no insistía demasiado en la reforma de los artículos 3 y 130 y de la Constitución de 1917), simpatizaba muy poco con el integrismo sinarquista. Pequeño, astuto y buen negociador, el pragmático jerarca se había ido ganando poco a poco las simpatías de los gobernantes (no olvidemos que Ávila Camacho se había declarado “creyente” y que la debacle masónica iniciada durante el alemanismo convirtió a las logias más influyentes en una especie de clubes empresariales o de infantiloides cuevas de gerentes rugidores), que lo invitaban a sus reuniones. Algunas anécdotas confirmaron su sencillez, su ingenio y su alejamiento de las rígidas pautas de la mochería. Se cuenta que el día de la inauguración del sistema de sonido de la Basílica de Guadalupe, el pintoresco arzobispo subió al púlpito, se colocó el pequeño micrófono que, en el momento en que don Luis María iniciaba su oración, sufrió un desperfecto y empezó a dar toques. El orador sacro, sorprendido por la descarga eléctrica, soltó un “¡Ah, chingao!” que retumbó en los muros de la vieja basílica. Esas fueron las palabras inaugurales del sistema modernizador. Cuando lo nombraron miembro de la Academia de la Lengua, uno de sus colegas, pícaro y chinacón, se acercó al grupo que rodeaba al nuevo académico y empezó a proponer algunas interpretaciones de palabras y conceptos. De repente, le espetó a don Luis María la siguiente pregunta: “¿Cómo definiría usted esa práctica sexual que llaman, en buen latín, cunnilingus”? El arzobispo, sin pensar demasiado, acuñó (o debo decir acoñó) una definición realista y religiosa: “Es una peregrinación piadosa al lugar de origen, pues supongo que se hace de rodillas.”
La Unión Nacional Sinarquista fue creada por agentes nazis en México, uno de los cuales, Hans Trotter (C), aquí en una reunión nazi en México, fue el secretario personal del jefe de la Unión, Salvador Abascal, usando un seudónimo |
El sinarquismo siempre se opuso al reparto agrario, circunstancia curiosa si tomamos en cuenta que era un movimiento fundamentalmente campesino (y no de pequeños propietarios, como el fascismo, sino de medieros y de peones). Abominaba también de la educación laica y del artículo 130 de la Constitución. A pesar del cambio propiciado por el padre Iglesias, Torres Bueno y otros miembros de la sinarquía nacional albergaban la secreta esperanza de que las fuerzas del Eje ganaran la guerra. Por eso se opusieron a que México entrara a la contienda y sabotearon el servicio militar obligatorio. Tengo en la memoria una tarde de otoño en la que desfilábamos con nuestros fusiles de madera, tosca copia del máuser reglamentario. Los jesuitas habían acatado la orden de las secretarías de Educación y de la Defensa y nos obligaban a hacer ejercicios militares y a marchar por las calles de Guadalajara con lo fusiles de palo. Al llegar al centro de la ciudad, un grupo de sinarquistas, esgrimiendo banderas, interceptó nuestra columna y nos hizo escuchar a un torpón orador que se oponía a los ejercicios militares y a la complicidad del gobierno con los gringos. Podía haber pasado por pacifista, pero sus alabanzas a la España católica lo ubicaron del lago del Eje, que ya iniciaba la decadencia y la caída que sus seguidores se negaban a admitir. En 1942, la posición sinarquista se radicalizó y los jefes nacionales hablaron de “rebelarse contra el gobierno”. El general Cárdenas, secretario de la Defensa Nacional, no se anduvo por las ramas y, comprendiendo la gravedad de un levantamiento que, eventualmente, podría contar con el apoyo de un millón de mexicanos, fue a buscar a los rebeldes a sus guaridas serranas de Morelos, Puebla, Tlaxcala, Michoacán, Guanajuato, Colima, Durango, Zacatecas y Guerrero, y dio órdenes a la Fuerza Aérea para que sobrevolara los reductos sinarquistas. Esta actitud disuadió a los alzados que prefirieron, en lo sucesivo, refugiarse en un tramposo discurso pacifista y ordenar a sus ejércitos disolverse y ocultar las armas. Unos meses más tarde, monseñor Fulton J. Sheen, enviado de la Catholic Welfare Conference, convenció a los jefes de que atenuaran su antiyanquismo y su hispanismo rabioso. Estos cambios se aprobaron en la “junta de los volcanes” celebrada por la sinarquía nacional en el Popo Park a fines de 1943. Poco a poco, las directrices del Instituto Iberoamericano que Von Faupel dirigía en Berlín fueron situadas en un segundo plano y se incrementaron los contactos con el catolicismo de Estados Unidos. Los jóvenes sinarcas dejaron de acudir a la Academia de Mandos de Falange Española y la retórica del movimiento empezó a girar en torno a las ideas del Orden Social Cristiano. Para esos años, sólo los Tecos de Guadalajara seguían apoyando ciegamente a las fuerzas del Eje y cultivando un rampante antisemitismo.
Muchas aguas han pasado bajo los puentes del país y muchas transformaciones han tenido los movimientos de la derecha. Por eso es necesario estudiarlos con minuciosidad para observar sus cambios, sus constantes, sus estrategias y estratagemas. La historia, a veces (no siempre, pues el hombre es el único animal capaz de caer varias veces en la misma trampa), nos entrega lecciones valiosas para entender la génesis de los movimientos sociales. Gill y Meyer, desde posiciones distintas, nos han hablado de ese fascismo criollo que tomó Morelia, fundó una colonia en Baja California, encapuchó el busto de Benito Juárez, inició un alzamiento militar y, en su momento, controló a más de un millón de enemigos del reparto agrario y partidarios del desorejamiento de los “profesores laicos y socialistas”.
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