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Falange y sinarquismo
en Baja California
Hugo Gutiérrez Vega
La raíz nazi del PAN
Rafael Barajas, el Fisgón
Memoria de la ignominia
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Memoria de la ignominia
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Wladyslaw Szpilman, imagen: www.chasingthefrog.com |
En el mundo occidental cristiano, la
palabra judío nos remite a un ser extraño,
sospechoso, fuente de calamidades
sociales. Solemos llamar antisemitismo
a esa actitud que va del prejuicio pasivo a la
voluntad del exterminio, de la discriminación
social a una política de Estado que exige el aniquilamiento
masivo de los judíos. Como lo plantea
Tony Judt, el gran historiador de origen judío, en
su libro Pensar el siglo XX. “La mera idea de una
historia de los judíos europeos unificada es en sí
misma, como mínimo, problemática: estábamos
divididos y escindidos por regiones, clases, idiomas,
cultura y oportunidades (o ausencia de
ellas).” Podríamos decir incluso que, por una
razón u otra, no han faltado judíos que reniegan
de sus raíces: Simone Weil fue judía y antisemita;
ella se sentía francesa y heredera de la cultura
griega. Recuerdo también a ese personaje de
Itsván Szabo que, en su película Amanecer de un
siglo, nunca admite ser judío, a pesar de la tortura
a la que es sometido. Prejuicios de aquélla;
instinto de sobrevivencia de éste. Tal vez lo que
unifica a ese pueblo admirable es ese recelo
que domina el imaginario cristiano, esa falsa
creencia de que fue ese pueblo el responsable
de la muerte de su mesías y redentor. He aquí
una vertiente religiosa que se remonta a la
Edad Media.
No hay un antisemitismo eterno, como diría
Hannah Arendt; por el contrario, hay momentos
históricos en los que el odio al judío crece
en intensidad. El más trágico: el del llamado
Holocausto, perpetrado por los nazis durante
la segunda guerra mundial. He aquí otra vertiente:
la étnica. Todo empieza con despojos, humillaciones.
Se les segrega como animales peligrosos.
Una cerca de púas, un muro. Es el ghetto:
un espacio de vivienda de esa minoría separada
del resto de la población. Destaca de entre todos
el de Varsovia; ahí cunde el hambre, las enfermedades
como la fiebre tifoidea. Después, la construcción
de campos de concentración: en 1942, en
la conferencia de Wannsee, los súbditos de Hitler
deciden el exterminio (la solución final): hornos,
cámaras de gas. Treblinka es un infierno problemático
para los propios asesinos. ¿Cómo deshacerse
de tantos cadáveres cuyo hedor se percibe
a diez kilómetros de distancia.
Cuando, por fin, Herbert Floss diseña una
hoguera eficaz, jubiloso se sienta, copa de vino
en mano, a contemplar el horrible incendio
donde crepitan los cuerpos de las víctimas:
“Esta es la vivencia más hermosa de mi
vida.” Entre 800 y 900 mil judíos mueren ahí,
en Treblinka. Hitler, hijo de una tradición antisemita,
sonríe: es el amanecer radiante de un sueño.
Pero en aquellos días, la conciencia del Holocausto
no permea la conciencia del alma occidental.
Solamente unos cuantos se asoman, por una
rejilla, a aquel espectáculo de muerte: un asunto
provinciano que concierne a los polacos. Las
dimensiones del Holocausto estremecen a la
humanidad mucho después, a pesar de que
mentes lúcidas, como la Stefan Zweig, atienden
cuidadosamente el movimiento del reloj de la
historia: “He sido testigo de la más terrible derrota
de la razón y del más enfervorecido triunfo de
la brutalidad de cuantos caben en la crónica del
tiempo.” Esto escribe quien logra huir de la hecatombe,
pero no del desconsuelo: en 1942 Zweig
se suicida en Brasil, como se suicidaron muchos
otros judíos.
Testimonios recientes sobre el ghetto de
Varsovia abundan. Uno me ha convencido como
ningún otro, por su fuerza visual, por su incuestionable
honestidad: La película El pianista, del
director Roman Polanski. Es el relato épico, casi
inverosímil, de cómo el pianista y compositor
polaco Wladyslaw Szpilman logra salvar la vida
en mitad de aquel averno. Una odisea de sobrevivencia,
de amor a la música y a la vida. Szpilman
ha perdido todo, su familia, su piano, pero
no la dignidad ni la esperanza. Polansky no
juzga: describe los sucesos sin maniqueísmo
alguno: el bien y el mal se entretejen: ni
todos los nazis son perversos, ni todos los
polacos buenos. El cineasta basa su historia en
las memorias de Szpilman, entreveradas con sus
propias vivencias infantiles en el ghetto de Cracovia;
filma con talento excepcional y con lágrimas.
El pianista es una lección de optimismo. Como la
logoterapia de Viktor Frankl. En mitad del abismo
surge también el sentido de vivir.
En el universo de las víctimas unos se suicidan,
otros resisten. Mueren o renacen en los
ghettos, incluso en los campos de muerte. Justamente
hace setenta años, un mes de abril, en el
ghetto de Varsovia tiene lugar un levantamiento
de ese pueblo agraviado. Entre 5 y 6 mil judíos
pierden la vida en los combates. No lo olvidemos.
Es la memoria y es la historia, que no son
lo mismo, pero aquí coinciden. Como cicatrices
del corazón que nos humanizan. Como el pan
compartido. Como una balada de Chopin. Como
el claro de luna…
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