Hugo Gutiérrez Vega
Los libros y la vida
Hay libros que se identificaron con una etapa de nuestra vida. Influyeron en nuestra actitud frente a la realidad, modificaron algunos aspectos de nuestra sensibilidad y, en varios casos, provocaron un cambio en nuestra conducta y en nuestra cosmovisión. Entramos al mundo de esos libros y salimos diferentes y, a veces, mejores. Cada libro significa un mejoramiento de la inteligencia y una ampliación de nuestro conocimiento del mundo y de la percepción de nosotros mismos.
Tenía quince años cuando llegó a mis manos una novela de Nikos Kazantzakis, Cristo de nuevo crucificado. Empecé a leerla una tarde de verano y no pude dejarla. La terminé en la madrugada del día siguiente. Sufrí, lloré, odié, me divertí y permanecí dentro del mundo de la novela, la isla de Creta. Todo el tiempo, pues durante las comidas y con el disgusto de la abuela, seguí leyendo sin saber muy bien qué era lo que masticaba (recuerdo vagamente el sabor de las lentejas, pero no sé si estaban en la mesa de la abuela o en la terraza del Agá del pueblo, gobernador o, más bien dicho, corregidor nombrado por la Sublime Puerta y acompañado de su pequeño yusufaqui). Todas mis nociones religiosas –que eran muchas, muy variadas y hasta contradictorias– se estremecieron mientras me identificaba con el tartamudo Manolios, el nuevo crucificado, generoso hasta el sacrificio de su persona, mientras que reprobaba a su avariento padre, comerciante voraz y al pope del pueblo que se había aliado con los ricos para negar el asilo a los que huían de su hogar destruido por la “disciplina” otomana. Su líder, un teólogo de la liberación avant la lettre, se convirtió en mi héroe (recuerden que a los quince años nuestro mundo se divide en dos: héroes intachables y villanos imperdonables). Curiosamente, el Agá turco sin duda era mejor que los ricachones griegos y su pope vociferante, que fue capaz de inventar una enfermedad contagiosa a quienes pedían posada para evitar que se les concediera refugio.
Lord Jim, de Conrad, me provocó una reflexión dolorosa sobre el miedo, la desesperación y el heroísmo. Lloré cuando lo condujeron al patíbulo, pero me di cuenta de que su sacrificio, como el de Manolios, era indispensable para la redención del personaje y para evitar que se asomaran las narices rosáceas del melodrama. Nada de concesiones, la verdad pura y dura de la existencia. Encontré esta misma verdad en un poema de Pasolini que ignoro cómo llegó a mis manos, “El canto de la excavadora”. Lo leí y unos años después lo traduje con más amor que pericia. En el poema se palpaban la dureza de la vida, sus trabajos y sus dolorosas carencias. Su ámbito era el de la barriada romana de la postguerra que fue, además, el escenario de su película sobre los ragazzi di Vita, Accattone.
Andreiev me entregó dos momentos cruciales con la lectura de Sachka Yegulev y de Liuva o las tinieblas. Sachka fue el personaje que presidió la actividad política de los muchachos vasconcelistas y es otro Cristo de nuevo crucificado; Liuva es la hermosa y caritativa prostituta que esconde en su recámara a un militante político perseguido por la policía zarista. Ambos pertenecen, como lord Jim, Manolios y los ragazzi al mundo de los derrotados, al país misterioso y bellísimo del fracaso que, a la larga, se convierte en semilla de redención.
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