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Al Saint-André-des-Arts, uno de los raros hoteles típicamente parisienses que sobrevive a los monopolios y uniformidad de las cadenas hoteleras, llega una clientela de artistas, críticos y profesores universitarios. Su dueño, Henri Legoubin, nos dice que la visita al Grand Palais para ver la exposición de Edward Hopper es obligada para sus clientes, quienes vienen con la reservación hecha, si no quieren hacer horas de colas y, aun así, correr el riesgo de no entrar al museo, el cual ha roto todos sus récords de visitantes con este pintor. Agrega, con un dejo de asombro, que el comentario más común, y espontáneo, de este turismo intelectual, proveniente en su mayoría de Estados Unidos, Canadá y países europeos al norte de Francia, es: “Da miedo.”
¿Por qué provoca miedo Hopper? ¿A qué obedece ese temor casi visceral que remueve en personas racionales incapaces de creer en fantasmas? Sin embargo, sus colores son alegres; sus personajes pertenecen a una clase media que no asusta a nadie. Se le considera, incluso, el pintor del american dream. Sueño de libertad y progreso. ¿Qué contienen esas imágenes, de tan extraño, para suscitar escalofríos de angustia? Cierto, se habla de soledad y melancolía en su pintura, pero ni una ni otra pueden causar tal temor. Después de todo, Hopper (1882-1967) es considerado un pintor realista del american way of life. De sus cuadros se desgaja un conflicto entre la naturaleza y el mundo moderno que hacen de él un ecologista premonitorio.
Después de una estancia en París (1906-1910), donde recibe influencias (pinta paisajes de esta ciudad) que lo harán ser criticado de afrancesamiento, se instala en Nueva York y se convierte en el pintor de la vida estadunidense. Los paisajes campiranos quedan atrás, comienza la representación de personajes citadinos. Hopper rechaza abiertamente la dictadura de la pintura abstracta. Aparece en su obra la separación entre el espacio interior y el exterior: hombres y mujeres, en un café, solos, iluminados por luces de neón, separados por los vidrios de ventanales de la calle en penumbra de la oscuridad nocturna. Separación también, creo ver al detenerme frente a sus telas de la vida neoyorquina, entre vida exterior e interior, entre un aspecto de apariencia serena, silenciosa, y una crispación, unos límites de desesperanza, que emanan de los pensamientos solitarios de esas personas. Poco a poco, los muebles van desapareciendo de sus cuadros, ocultos tras un muro, apenas una cama, un sillón. Irrumpen las parejas: hombres y mujeres sin comunicación entre ellos. Él ve la montaña, ella el mar. Él habla, ella lee. O pelean. Soledad conjunta de ambos.
Hopper contrae matrimonio en 1924 con la pintora Josephine Nivison, mujer neurótica, tumultuosa, con celos exacerbados. Algunos especialistas en el artista atribuyen a su dramática vida conyugal la melancolía, el autismo de sus personajes. El galerista Danemberg, quien lo conoció personalmente, afirma que éstos se equivocan, pues soledad, nostalgia, melancolía y autismo se deben a la sordera que sufrió.
Visionario como todo auténtico creador, Hopper representa el momento presente, lo fija, pero en él está ya contenido el futuro –a semejanza de las imágenes de los sueños, adivinatorias: la primera anuncia la siguiente al soñador. Y de esos instantes suspendidos por Hopper nace el suspenso, el temor de un futuro anticipado; más que previsto, conocido. Decorados en espera de un acontecimiento terrible. Acaso de un crimen. El tiempo se estira en sus telas.
Wim Wenders dice: “Hopper hace entrar el pensamiento de lo que va a pasar en el siguiente instante.” Wenders no es el único cineasta que se inspira en la obra de este artista. Alfred Hitchcock reconoció servirse de la tela House of the railroad para el decorado de Psicosis, y de Night windows para su film Rear window. Muchos otros importantes realizadores toman de Hopper no sólo decorados sino también temas para sus películas, entre ellos Woody Allen. Vuelta de tuerca: de un cinéfilo que se inspiró, por ejemplo, de Les enfants du paradis de Carnet, vista en su juventud, para su última gran tela Two Comedians (su mujer y él aparecen disfrazados de arlequines, como Jean Louis Barrault en su papel de mimo), su pintura va a ser la inspiración de cineastas. El suspenso que emana de las escenas de sus telas respiran el ambiente de la novela policíaca: el crimen es inevitable e inminente.
Acaso la vocación que me instala en los rincones de las terrazas de los cafés, en un rincón donde no soy vista y puedo observar a los otros clientes y a los pasantes, me ha hecho vivir dos curiosas situaciones: cuando en 1990, Colette Lambrichs, de las ediciones de La Différence, decidió poner en la portada de mi novela Gloria, traducida al francés, una tela de Hopper donde aparece una mujer con sombrero, a solas en un café, mucha gente creyó que se trataba de una novela policíaca. No entendí entonces por qué. Ahora, cuando me dicen que parezco un personaje salido de las telas de Hopper, comprendo los motivos. Sobre todo, cuando bajo la luz tamizada por la suntuosa cúpula de vidrio del Grand Palais, me detienen las miradas de reojo de mujeres que me miran desde el interior de algunos Hoppers y a quienes yo miro, a pesar mío de la misma manera. Un momentáneo extravío me hace dudar quién está de qué lado de la tela: ¿soy yo quien la mira o ella quien me observa?
Comprendo, entonces, que las personas representadas, más absortas que melancólicas, desean aislarse, volverse invisibles para ver lo invisible, más real por imaginario, eso que sólo se vuelve visible con los ojos de la imaginación. Edward Hopper desata el miedo porque desnuda la realidad real del american dream al revelar con una engañadora simplicidad, más allá de los mitos fundadores de Estados Unidos, los secretos de una vida más íntima y más angustiante, porque Hopper pinta cada vez el mismo cuadro: el enigma de la presencia, siempre efímera.
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