Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El enigma Edward Hopper
Vilma Fuentes
Mi taza
Luis Enrique Flores
El campo de Les Milles: una historia francesa
Rodolfo Alonso
La palabra teatral
de Diamela
Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Diamela Eltit
Pablo González Casanova, el intelectual
y la izquierda
Luis Hernández Navarro
Mona Lisa Mona Lisa
Ilan Stavans
Leer
Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Jorge Moch
[email protected]
Twitter: @JorgeMoch
La invasión de los mandriles
El amor por todas las criaturas vivientes
es el más noble atributo del hombre
Charles Darwin
Hemos sido invadidos con inicial sutileza por una legión de mandriles. Un saltapatrás evolutivo. Un retroceso que avanza como infección, marea perniciosa y furtiva. No es nueva la quinta columna involutiva, pero quizá ahora nos percatamos porque no había sido tan obvia. O tan cínica.
Algunos de quienes masticábamos la sospecha de su maniobra adivinamos mandriles detrás de un escritorio en el banco, en el banco de la escuela, o dando clases. Malas caras de mandriles en las oficinas de gobierno. Los imaginábamos detrás de recias puertas de roble con adusto guardaespaldas de puños cruzados al frente; los intuíamos en altares y sacristías, los comprobamos al volante de microbuses y patrullas. Creíamos, no obstante, que un búnker albergaba humanos dedicados al control de los mandriles, aún en la perversa función de ser quienes mustiamente halaban las correas del macaco, por lo menos socorría la corrosión del pensamiento que el jefe era un ser humano, aunque fuera un siniestro político, un líder sindical corrupto, un diputado vendepatrias o un militar represor, machista, arbitrario y asesino. Pero humanos. O casi. No es tampoco cosa fácil reconocer a los mandriles así como así: casi todos se maquillan los azules belfos, usan blúmeres, vestidos coloridos y pantalones de corduroy con los que esconden sus rojísimas, inconfundibles nalgas. Ocultan de bostezos y sonrisas el largo de sus colmillos y ponen de vez en cuando su mejor cara aunque, precisamente, un rasgo característico de los mandriles es su virulenta predisposición a joderle la existencia a lo que se mueva.
Pensábamos, los creyentes, que los mandriles eran una suerte de mal necesario, de mano de obra de bajo mundo para mantener cierta cantidad de muy sanos balancines en los múltiples entresijos de la sociedad: demasiada bondad no hubiera sido creíble, demasiada perfección, aburrida. Suponían una especie de equilibrio de las connaturales dualidades entre el bien y el mal con que se construye el mundo… Creíamos, un poco cobardes, que mejor dejarlos hacer, si al fin habría un señor como nosotros, pero mucho mejor informado e infinitamente más poderoso, a cargo –secretamente, desde luego– del garlito de los mandriles.
Y entonces prendí la tele y vi a un mandril de corbata diciendo mentiras como si fueran noticias. Cambié el canal y encontré a otro mandril, gordo como yo que casi no me muevo, hablando de deportes. Cambié otra vez el canal y me topé una familia de mandriles, hembras y machos hablando de quién se cogía a quién, de que si fulana mandril estaba guapísima con unos kilitos de más o si al mandril zutano le gustaban solamente los menganos y no las menganas. Cambié violentamente el canal y me encontré dos mandriles hembras coreando: “Quise ser como Shakira, pero naquiaba con el ‘ira’; quise ser como Thalía, pero lo naco se me salía…” Cambié de canal una última vez para ver otro par de mandriles zangolotearse en el suelo de un foro de televisión mientras otro mandril se reía de ellos y un coro de mandriles disfrazados de payasos festejaba sus burlas estúpidas. Supe que el mandril se llama Mayito. Apagué, ofuscado, el aparato.
Y entonces prendí la radio, y escuché una y otra vez el llamado de los mandriles a comprar porquerías que todos quieren pero ninguno necesita con tal de pagar en veinticuatro comodísimas mensualidades sin intereses. Y cambié de estación, para tener que soportar los gañidos de un mandril que, al frente de una banda de mandriles, entonaba otro berrido, picado de mal de amores y arrebatos líricos de farmacia, y reclamaba usando trasfondo de música horrible y facilona: “No es fácil continuar si estás herida/ son las trampas que siempre tiene la vida/ al diablo con los guapos y sus mentiras.” Apagué la radio, pero unos mandriles la escuchaban acá al lado mientras pintaban un muro y aullaban entre brochazo y brochazo, felices.
Con tapones en las orejas prendí la computadora y abrí internet. Anónimos mandriles me informaron en sus notas seudoperiodísticas que un hindú orate y ególatra gastó 23 mil dólares en una camisa de oro y que Katy Perry luce una figura “insuperable” (sic)…
Y entonces me doy cuenta de que el mandril que no entiende nada en el enajenado universo humano soy yo, el primate al final de la infinita línea que imaginó Émile Borel, pero no para escribir las obras de las bibliotecas del mundo, sino apenas esta humilde, inconsútil columna dominical que tendrá, entonces, la misma importancia deontológica de un plátano en una jaula del zoológico.
|