Hugo Gutiérrez Vega
Un retrato de Efraín González Luna:
el final de un ideario (IV DE VIII)
Quisiera intentar la descripción de otros aspectos
del pensamiento de don Efraín. Reconozco que me
voy a meter en honduras, pues me saldré de mis
campos, pero debo seguir adelante para cumplir
mi obligación de entregarles un retrato de cuerpo
entero de una de las personas que más admiré y
respeté por su inteligencia y su integridad moral.
Pienso que su visión de la economía era la de un
liberalismo atemperado por las encíclicas papales
que recogieron el pensamiento social de la Iglesia.
Tal vez por eso pensó que la lucha política podría
conciliarse con la práctica de la profesión legal en
un bufete serio y respetable, puesto en buena parte
al servicio de la banca privada y de las poderosas
empresas. Sobre este tema conviene recordar que,
en un momento de su vida, dejó de prestar sus servicios
a esos clientes y se concentró en la atención
de asuntos más modestos. Posiblemente esta dicotomía
le hizo daño (recuerdo que algunos pillos
disfrazados de fundamentalistas intentaron desprestigiarlo
acusándolo de malos manejos profesionales,
sin lograr sus torpes propósitos). Me atrevo
a creer que el abogado honesto, sabio y respetable
dañó al intelectual y al político... Estoy pensando
en voz alta, pues como muchos de sus amigos y
alumnos yo hubiera preferido que se dedicara de
tiempo completo a la cátedra, la política y la escritura.
Las tres vocaciones no dieron todo el fruto
esperado debido, en buena medida, por las exigencias
de la realidad inmediata. Ahora, ya con la distancia
necesaria, pienso que mi desideratum es muy
poco realista y que el personaje que estoy intentando
retratar tiene, como todos los grandes hombres,
una serie de aspectos contrastados que no nulifican
los datos esenciales de su vida. Por eso debemos
asumirlos en su totalidad y evitar los retratos ideales
que, tal vez, sean el producto de nuestro afecto
y nuestra admiración y, por lo tanto, pueden ajustarse
solamente a las exigencias de nuestra visión
personal. No olvidemos que fue un jurista sincero
y sabio que defendió a ultranza el imperio de la ley
y el establecimiento de un verdadero estado de derecho,
ajeno a las componendas y a las trampas.
Sobre este tema recuerdo una de sus frases: “Si la
ley es buena, que se cumpla; si es mala, que se derogue.”
Fue, además, un fiel seguidor del pensamiento
económico de Manuel Gómez Morín, su
gran amigo (muy a la francesa, siempre se hablaron
de usted) y maestro.
Fue, por muchos conceptos, un político atípico
que actuaba en la vida pública impelido por un profundo
sentimiento del deber y por una actitud moral
que, sin vacilación alguna y saltándome a la torera
todos los estrictos límites de la ciencia política, calificaré
de neorromántica. No sé si coincidía con
Schiller en la noción del alto valor estético de la tarea
política orientada al mejoramiento de la convivencia
social y al progreso de la inteligencia, pero
sí recuerdo la lúcida y estricta introspección que
precedió a la escritura del discurso con el que aceptó
la candidatura a la Presidencia de la República en
1952. En ella vio al país “reblandecido y desorientado,
el Partido débil, yo cansado y sintiéndome cada
vez más solo, más abandonado”. Así vivió su intenso
drama formado por los siguientes elementos:
“Pavorosa posibilidad de mi candidatura, si los más
aptos no pueden o no quieren aceptar el sacrificio.
Esfuerzo aplastante, contradicción de mis hábitos,
aficiones, planes y temperamento, de mi constitución
personal más íntima e inmodificable. Sacrificio
de cada momento. Incomprensión, deserción, traición”...
(nota bene: Hago una breve pausa para referirme
a la actual situación de desastre del pan,
pues, poco menos del 20% de su militancia permaneció
en su puesto. Supongo que las ratas del
oportunismo salieron corriendo, pero me pregunto
quiénes son los que se quedaron, a qué banderías
pertenecen y en qué yunque se acomodan. Sigo con
el retrato de González Luna...)
(Continuará)
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