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Verónica Murguía
Ay, nanita
¿A qué le tenemos miedo? ¿Qué nos hace temblar? ¿Cuál es la imagen que libera la adrenalina que nos electrifica, nos tensa, nos hace abrir los ojos en medio de la noche y murmurar “fue un sueño, fue un sueño”?
Hay un montón de cosas en este mundo que dan miedo. Todos tememos a la muerte, lo único seguro; a la enfermedad, variada, múltiple, misteriosa: heredada o adquirida; mortal o crónica; curable o mortífera. A la pobreza, escollo enorme en este país olvidado de Dios y recordado por el PAN; a la violencia del crimen organizado y, a veces, tan desorganizado como la policía; a la judicial; a los soldados; al narco; al dolor de quienes amamos; al dolor a secas, físico o moral. Al timbre del teléfono cuando suena tarde en la noche; al de la puerta cuando no esperamos a nadie; al grito en la calle; al estruendo de los vidrios cuando se rompen; al llanto manso y casi mudo de la resignación. Los niños le temen al Coco, al vampiro, al pasado de lanza que los corretea en el recreo, a la boleta de calificaciones, al adulto. Algunos temen por la salud de su alma, otros por la de su cuenta bancaria, pero todos, hasta el más audaz, tienen algún miedo.
¿A qué le teme la derecha? Yo tengo hipótesis derivadas de libros, experiencias y de vivir en un país clasista y racista hasta el tuétano. Cuando era niña y estudiaba en un colegio católico –donde tuve excelentes maestros excepto una–, la profesora de Civismo, la no tan buena, nos inculcó una extraña mitología de su invención. “En la Unión Soviética –nos instruía–, los niños no tienen juguetes y comen los chícharos con cuchillo.” Esta última frase me dejaba babeando de asombro. “Nadie puede tener ni un poquito más que los otros –nos remachaba–: ni un bolillo, ni una maceta con un geranio, ni un pollo, ni un gato.” “Si hacen las señal de la cruz, les cortan la mano.” “El gobierno lo sabe todo.” “Los rusos son malos.”
Para ilustrar las maldades de la dictadura proletaria, la maestra nos pedía la lonchera y se la daba al niño del pupitre de atrás. “Así le hacen, así”, decía, y armaba un relajo con nuestras tortas y sándwiches. En mi visionuda cabeza infantil, la urss era un lugar sombrío donde los niños colocaban los chícharos sobre el filo del cuchillo para deslizarlos hasta la boca. Un día pregunté si era así, y la maestra me lo aclaró: no los ponían encima, los partían con cuchillo, porque eran pobrísimos y a cada quien le tocaban sólo seis.
En secundaria supe que la cosa en la Unión Soviética estaba difícil, pero no por lo que mi maestra nos decía. Lo más preciso que aprendí de ella era que el Partido sí lo sabía todo, horrenda característica que compartía con gobiernos de derecha, como las dictaduras latinoamericanas del momento, y el de Francisco Franco, a quien mi maestra no le oponía el más pequeño reparo. Naturalmente, los rusos se convirtieron en mis ídolos y la guerra de Vietnam consolidó mis pasiones. Comencé leyendo con fervor a Tolstoi, a Dostoievsky, a Gógol y a Gorki. Como era un amor atarantado, quise más a Gorki con sus héroes proletarios y puros, que a Dostoievsky, universal, eterno. Me ilusionaba ser materialista y dialéctica, pues iba en prepa. Ignoraba cuál había sido la suerte de los pobres Ossip Mandelstam, de Isaac Babel y de millones de rusos y luego chinos, muertos en nombre de los pormenores ideológicos que el Partido decidía. Cuando me enteré de algunas cosas, como la invasión de Afganistán por la URSS, comencé a fumar locamente y me quedé huérfana de ideologías, porque no hubo cómo regresar. Pero sigo siendo de izquierda aunque detesto a Mao y a Stalin, porque en un país como éste no hay remedio.
Desde entonces ya no hay URSS y China ha logrado sumar lo peor del capitalismo con el totalitarismo. Estados Unidos ha invadido otros países y matado a cientos de miles de inocentes. Hay temibles gobiernos de derecha, casi todos en el Medio Oriente. Subsisten otras izquierdas y también Corea del Norte, el reino de los marcianos.
México sigue pobre, pero ahora más violento, más frágil. Felipe Calderón se vanagloria, gasta millones de pesos en celebraciones insensatas, estelas de luz y desfiles, mientras los muertos se amontonan. El presidente del empleo tiene la dudosa distinción de mal gobernar un país donde la gente se muere, literalmente, de hambre.
Me da miedo la candidata Josefina Vázquez Mota. Me recuerda a mi maestra de Civismo de la primaria, pero en mañoso.
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