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Enrique Héctor González
Edmundo Valadés: leer para creer
Nadie mejor asociado a un género literario en particular como lo estuvo el guaymense Valadés al cuento en todas sus variedades: relato, crónica, minicuento, fábula, cuento en sí –esa novela privada de ripios. No sólo animó la revista más apreciada del género en la segunda mitad del siglo XX, titulada sencillamente El Cuento, sino que asimismo armó antologías, dirigió talleres, convenció a editores diversos para publicar con dignidad muestras ejemplares de una forma literaria que, luego de su muerte, no ha encontrado su difusor cabal, si exceptuamos el trabajo más bien teórico de Lauro Zavala.
Ameno como era en su trato, terminante si por ello entendemos que daba la instrucción que creía necesaria al aspirante a escritor (tanto en sus talleres como en las páginas iniciales de la revista, donde contestaba personalmente a quienes le mandaban sus textos con el fin de aparecer en El Cuento –o acaso sólo para leer lo que Valadés opinaba de sus fallas o sus hallazgos narrativos), el escritor sonorense fue un generoso lector de historias ajenas y apenas autor de tres libros como tales: La muerte tiene permiso (1955), Las dualidades funestas (1967) y Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1980). El hecho de que escribiera tan poco habla menos de una abstinencia rulfiana que arreoliana, pues nunca estuvo al margen de la creación, de la publicación periodística, sólo que prefirió el otro lado de la ventana: leer para creer, para crear autores y lectores, para hacer parir.
No era un humorista ni mucho menos. Sus cuentos revelan, más bien, cierta tensión agridulce, acaso empañada, a veces, por un lenguaje deliberadamente retórico, sobre todo en sus textos breves: era tal el prurito por dejar la prosa del tamaño exacto, que el escultor cuidó hasta la última rebaba, lo cual se advierte en algunas historias que más parecen efigies que escenas reales. Y sin embargo, “provocar una sonrisa” es el fin natural de un cuento, decía Valadés, ganar el aprecio del verdadero lector, que no se entretiene nada más con la anécdota (hay asuntos atroces que no mueven a risa) sino con el entramado, con el ritmo y la forma, la estructura, la sorpresa, la silueta de una prosa que en el punto final genera en el lector esa sonrisa de admiración a la que se refería Valadés: la de la complicidad complacida. Y no obstante, asimismo, su cuento más antologado, “La muerte tiene permiso”, sorprende al final por la socarrona soltura con que el indio Sacramento revela que el presidente municipal de San Juan de las Manzanas, cuyos desmanes y vejaciones han hecho aceptar a las autoridades la petición del pueblo de hacerse justicia, ya era difunto desde el día anterior.
Entre las numerosas recopilaciones de cuentos que debemos a este devoto de la brevedad narrativa –el único escritor memorable del estado más grande de la República–, El libro de la imaginación resulta quizá su obra maestra. Obra de lector perspicaz, es un volumen que agrupa 434 minicuentos, casi todos ellos espléndidos, en treinta y cinco secciones temáticas. Con su buen ojo crítico para encontrar un cuento donde aparentemente no lo había, para crearlo desde la lectura, algunas de estas microficciones son párrafos arrancados de novelas o cuentos más largos, textos donde entrevió esa pequeña isla autónoma a la que sólo le hacía falta, para escindirse, un título atinado y la extracción del minero de historias que siempre fue Valadés, un verdadero orfebre de los cuentos que no escribió, un delicado recolector que sabía espigar en los vastos campos de la prosa extensa ese núcleo central de energía narrativa que era la remota razón de su radiactividad.
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