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Marco Antonio Campos
Luis Alberto Navarro: de mar y amar
En una coedición de la Editorial Aldus y la Secretaría de Cultura de Jalisco apareció hace unos meses el libro de Luis Alberto Navarro Segunda sed, poemas escritos entre 1980 y 1983, es decir, entre los veintidós y los veinticinco años del autor. Dice el autor que ahora y a deshora aparece el libro completo; en buena hora, diríamos. La buena poesía no envejece, o en este caso, sigue tan joven como el joven que en su momento la escribió.
Segunda sed son ante todo poemas de amor y desamor. Escritos la mayoría de ellos con un vivo lirismo, de quien saborea los frutos de la tierra y siente una y otra vez el viento y las oleadas del mar, provocan en uno eso que a Bioy Casares le producía la lectura de la poesía: exaltación y reposo.
Segunda sed se lee en conjunto como una sola relación y en sus páginas amar y mar se vuelven en las olas una sola altura. En el encuentro de los cuerpos Navarro siente una y otra vez al acariciar a la muchacha la suavidad y la firmeza de la piel, el sabor de los pezones al tomarlos con los labios, los muslos con los muslos, las caderas cadenciosas, la penetración, el acto del amor.
En los poemas el mar y lo que rodea al mar en la costa es tema y fondo: hallamos bahías solitarias, astilleros abandonados, extensiones de playa, dársenas, embarcaciones, voces marineras, pescadores, gritos de gaviotas, incesantes peces… La naturaleza no sólo es descripción del escenario: es parte viva. Los mares que conoció Navarro de muy joven a lo largo de las costas del Pacífico desde Sinaloa a Colima se integran –viven– en los cuerpos de los amantes. La muchacha misma –dice en un verso– es “un pequeño mar”.
Encontramos aquí poemas que parecen cortados desde la primera a la última línea como un traje a la medida: por ejemplo, entre otros, “El deseo”, o en el que la pareja, haciendo toda la tarde el amor ve nacer el mundo un 24 de diciembre, o la pieza final, que termina con estos versos que me devuelven de alguna manera al final del “Responso del peregrino” de Alí Chumacero, y donde el contraste entre la calma y la violencia está admirablemente logrado: “Ese que desciende en silencio/ como un sueño tranquilo/ retornará a la tormenta.” Hay versos que al robarnos la respiración parecen quedarse en la sensibilidad varios segundos, como éste, que aspira al absoluto: “Cada ola ascendiendo es la edad del hombre”; o el siguiente, que parece una pintura rubensiana, en el que se goza al ver a la mujer a la distancia: “Solo me engaño, y allá, sola te desnudas”, o un tercero, que a pesar del uso del vocativo, va enderezado a él mismo: “Quien agradece el olvido te ama/ porque serás olvidado.”
En el libro se cruzan y entrecruzan los poemas de encuentros y desencuentros, de ausencias y de regresos, en suma, de amor o desamor, pero aun, cuando se hace el amor, hay fisuras sentimentales que han creado el rencor y el fastidio en la vida de pareja y las cuales son premoniciones de la pérdida, la cual, más temprano que tarde, dejará al amante en soledad y abandono. Pero ¿quién ignora que en el amor la pareja busca la reciprocidad y uno de los dos en breve o a la larga termina siendo la víctima?
Hay en el libro otros pocos poemas de asunto distinto, como el dedicado al abuelo, o aquel de una suerte de hijo pródigo que regresa a la casa y la encuentra destruida, o aquellos donde las aves tienen también rasgos característicos de los ángeles. Sin embargo, los más estremecedores y tristes son los hechos al amigo Tomás, quien se ahogó bajo la gigantesca Ola Verde de Cuyutlán, Colima, a finales de los años sesenta: “Entonces, cuando el mar tragó tu nombre y permaneció mudo –porque le quedaste grande y por eso más luminoso– una letanía de manos incendió una bengala y no hubo quién la viera./ Esa luz es dolor de un tiempo que no destruye sombras ni fechas para saber que mar a fondo sigues dando la última brazada.”
Es siempre una alegría para el entendimiento y los cinco sentidos leer un bello libro de poesía; lo fue para mí leer Segunda sed.
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