Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de septiembre de 2011 Num: 861

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tomarse el día
Aura MO

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Mujeres, poetas y beatniks
Andrea Anaya Cetina

Entrevista con Alberto Manguel
Adriana Cortés Colofón

Lawrence Ferlinghetti.
¿Qué es poesía?

José María Espinasa

Lucian Freud, lo verdadero y lo palpable
Anitzel Díaz

Lucian Freud más allá de la belleza
Miguel Ángel Muñoz

Manuel Puig: lo cursi transmutado en arte
Alejandro Michelena

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Propiedad ajena

Ubicado por vocación, entusiasmo e inocencia en medio de dos lenguas, entre dos maneras de nombrar el mundo, el traductor de poesía se encuentra trenzado en una paradoja: para que su labor tenga sustento debe apropiarse del texto que lee en la lengua fuente, extranjera, y llevarlo así, con ese sentido de propiedad, a la lengua que le da identidad, su propia lengua materna, como lo que es: un texto ajeno. Su presencia, tan radicalmente requerida para hacer el trayecto que la traducción supone y jamás termina, debe diluirse, buscar como atributo deseado y deseable su total ausencia. Pero eso también es imposible: su lengua, que es la receptora, por la naturaleza inherente del encuentro, siempre delata su presencia en el tramado del poema ajeno.

Por otra parte, que la traducción literaria es una forma de la escritura tampoco parece estar en duda: el texto que resulta lleva, ya se ha dicho, la impronta de quien lo ha vertido, y esa versión, dependiendo claro de la fuerza y trascendencia del original, supone un profundo ejercicio de la lengua receptora y no pocas decisiones sutiles y sus graves consecuencias a todo lo largo del proceso, mismas que pesan en la escritura de quien traduce. Si el texto original no fue concebido por el traductor, la responsabilidad de su traslado a la lengua receptora, y por lo tanto su creación en ella, sí le pertenece.

Como se ve, se trata de una zona de frágil equilibrio. Si el traductor es imprescindible, el grado y modo de su presencia con mucha facilidad puede cuestionar todo el proceso y por ende el resultado mismo. En ese sentido, aunque lo involucre por completo, bien hará el traductor en saber –o no olvidar, cosa menos frecuente de lo que parece– que no se trata de él, y que al final, como al principio, en rigor ninguno de los dos textos, el original por supuesto, y el que resulta, es cabalmente suyo. Su función es por definición la del intermediario, la del intérprete –en el sentido musical del término–, y es la notación del texto original a la que debe su condición de instrumento, pues su búsqueda imposible pero motora es que el texto de la traducción suene como si hubiera sido concebido en la lengua receptora y con la voz del autor extranjero. Bien se puede decir entonces que, entre otros aspectos, en un pliegue más de la paradoja, a mayor rigor y menor presencia del traductor en el texto que resulta, mayor será la calidad de la traducción.

“El yo del poeta –insisto en esto y debemos asimilarlo–, no es el Poeta como se conforma en el mundo, sino es el mundo como se conforma en el Poeta. Lo cual significa que si el Poeta constituye una excepción, la excepción en sí misma carece de interés; lo que interesa es de qué manera la excepción concibe a la regla”, nos recuerda Elytis pensando en la poesía, y no está de más, creemos, que el traductor, en un sano ejercicio de reflexión paralela, lo tome en cuenta para que el lector, al final, se lo agradezca.