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Entrevista con Alberto Manguel
Adriana Cortés Colofón
Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948), gran editor y sobre todo lector, residió en Canadá, país del cual adquirió la nacionalidad. Fue nombrado oficial de la Orden de las Artes y las Letras en Francia, donde radica. Es autor, entre otros libros, de En el bosque del espejo (Premio France-Culture, 2001); Diario de lecturas y La ciudad de las palabras (Almadía, 2010). |
–En sus libros reflexiona sobre la función de la lectura. ¿Los relatos nos transforman?
–El biólogo Richard Dawkins define a la imaginación como uno de los instrumentos (quizás el más importante) que nuestra especie utiliza para sobrevivir. Imaginamos el mundo para tener la experiencia del mundo antes de confrontarlo en la realidad material, y lo hacemos a través de relatos inventados. De alguna manera contamos el mundo para entenderlo, y para saber cómo comportarnos en él.
–¿Cuál es el papel de los “hacedores” (término anglosajón para los poetas, retomado por Borges) o las Casandras (según la mitología griega) en la sociedades actuales?
–Todo escritor auténtico, al relatar su imaginación del mundo, intenta dos acciones simultáneas: crear un modelo del mundo para entenderlo, y dar al futuro lector claves para leer ese modelo. Los lectores somos alumnos lentos: tardamos en saber cómo leer una obra y muchas veces no queremos siquiera intentarlo, a veces porque nos parece demasiado arduo, a veces porque no queremos aprender a leer de una manera nueva. Somos tradicionalistas, desconfiamos de la novedad. Por eso es una empresa arriesgada leer a nuestros contemporáneos: raramente poseemos el talento requerido y corremos el riesgo de leer a Amelie Nothomb como si fuera buena literatura y a Cees Nooteboom como si fuera difícil y prescindible.
–¿Cree que los “hacedores” deban opinar sobre asuntos de política o no, como lo sostiene Platón?
–Para él (al menos para su Sócrates) el escritor y el artista crean modelos falsos que imitan mal la realidad. Eso, supongo, incluye todo, desde el amor y la pesca submarina a la astrología persa y la política. Pienso que un escritor sólo debe obedecer los requerimientos de su obra; la persona detrás del escritor puede opinar de lo que quiera, y suele hacerlo de manera abominable. En cuanto a la política, todo acto de un ciudadano en una sociedad es político, es decir, concierne directamente a esa sociedad. En ese sentido, no hay acto inocente. Un poema de Amado Nervo no “opina” sobre política, pero escribir ese poema es un acto político del hombre Nervo.
–En La ciudad de las palabras escribe sobre el conocimiento del Otro a través de relatos de la Antigüedad como el de Gilgamesh. ¿Cómo nos permiten comprender mejor al Otro este tipo de relatos cuando prevalece una especie de Babel?
Foto: Isolde Ohlbaum |
–Babel no expresa el temor al Otro sino la multiplicidad de Otros, la riqueza y los problemas que implica reconocer la diversidad de nuestros lenguajes y nuestras culturas. Evidentemente, toda definición de uno mismo, todo reconocimiento de una identidad individual o social, implica el rechazo de otra identidad, de aquella no incluida en esa definición. Soy quien soy porque no soy lo que es otro. Al mismo tiempo, necesitamos aquello que excluimos para complementarnos, para completarnos. La Epopeya, de Gilgamesh, cuenta cómo un rey civilizado, dentro de las murallas de su ciudad, necesita encontrar a su “Otro” salvaje, Enkidu, al hombre de la selva, para hacerse un ser entero. Esa es nuestra búsqueda constante. El Otro nos da miedo porque es quien define nuestras limitaciones. Secretamente sabemos que el Otro nos enriquece, y que sin el Otro no podemos sobrevivir. Gilgamesh necesita a Enkidu pero Enkidu también necesita a Gilgamesh para ser quienes verdaderamente son.
–¿Cómo transformar la maldición de Babel, el bla bla bla bestial, la falta de comunicación (pese a que aparentemente ésta es favorecida por la tecnología), en un don de múltiples discursos y lenguas que se entretejan para comprender al Otro en su diferencia?
–Antes necesitamos dar de nuevo su posición de prestigio al acto intelectual en nuestras sociedades. La maquinaria comercial rechaza la multiplicidad de culturas y lenguas, necesita una única lingua franca de servicio (hoy es un debilitado inglés tecnológico) y una uniforme “cultura” global en la cual se consuman las mismas cosas en cualquier lugar del mundo. En esa visión capitalista no hay “Otros”: hay productores y hay consumidores, y uno acaba convirtiéndose en el otro, sin real beneficio para nadie.
–¿Qué sentido tiene la lectura en nuestra sociedad donde se le da preeminencia a la economía?
–La lectura (en su sentido verdadero, esencial, profundo) está adquiriendo, paradójicamente, más y más importancia en esta sociedad que la denigra. Se está convirtiendo en una suerte de arma secreta, subversiva, que permite a los lectores aprender a imaginar y a razonar contra las imbecilidades impuestas por la sociedad de consumo. El eslogan que propongo a los jóvenes es: “¡Rebélate: lee!”
–Cita en su libro a Alicia en el país de las maravillas. La pregunta que la Oruga hace a Alicia ha llegado a ser, según lo dice, tan problemática en nuestro universo calidoscópico, que carece de significado: “¿Quién eres tú?”
–A diferencia de los dogmas y los catequismos, la literatura no da respuestas: propone mejores preguntas. La pregunta de la Oruga es terrible y esencial: nos obliga a reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestra propia individualidad en un conjunto de individualidades. La literatura nos ofrece una multitud de espejos y la promesa que en una de las estanterías de alguna biblioteca hay una página que nos define.
–La tradición literaria occidental ha soslayado el influjo de la literatura árabe. ¿Qué influjo –además de El Quijote– ha tenido en las letras hispanas?
–Vasta pregunta que merece mucho más que una corta respuesta, ya que el influjo árabe no es sólo literario sino existencial y múltiple. Definirlo de una sola manera sería cometer una injusticia más.
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