Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora Bifronte
RicardoVenegas
Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova
Cartas de Carlos Pellicer
Carlos Pellicer López
El animal del lenguaje
Emiliano Becerril
Los ojos de los que no están
Raúl Olvera Mijares entrevista con Benito Taibo
Cézanne, retrato del artista fracasado
Manuel Vicent
Creador de sueños
Miguel Ángel Muñoz
Un inspector de tranvías
Baldomero Fernández Moreno
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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
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Mentiras Transparentes
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Al Vuelo
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Horizonte circular
A Roberto, in memoriam
A esta hora de la tarde, desde tu silla de palo y paja en el comedor, cuando la luz se arropa y se condensa en suaves orillas de sombra y resonancia, tú ya estás atento al crecimiento del pasto en el jardín y buscas en los ojos de tus perros la señal propicia para el riego de las plantas, ése tu ritual de agua y pensamiento que te deja solo y cierto con la vida, con el viento que se trenza en las ramas de los árboles que no plantaste tú, aunque de acuerdo contigo y tu memoria de la tierra tal vez lo hubieras hecho. A esta hora que nadie sabe cómo escapa a los dolores del cuerpo en tu alma, y a los del alma en todas partes; más allá del roce de las leyes humanas con el curso de los días, fuera del alcance de sus códigos y normas, su intención al pie de la letra, su certeza inalcanzable que arruga tu frente, tú esperas como espera una semilla, el pan en el horno, el vino en la madera, con esa íntima alegría anticipada, a que el día se sosiegue del todo y se recoja en los rincones y atempere poco a poco la espesura de tu sangre. Es una hora que conoces bien y te conoce, que delinea tu contorno y asienta tu paso, tan firme y a la vez tan delicado a todo lo largo y ancho de ti en el fresco inicial de la noche. Entonces ya se trata en silencio de lo que es completamente tuyo un instante en tu mirada y en la cuenca generosa de tus manos; se trata de tu hijo a todo corazón y voluntad, y también de los demás que decidieron adoptarse contigo, y así los nietos, los sobrinos, los hermanos que te legó el azar, los viejos amigos y los nuevos que con una fe inquebrantable siempre estás a punto de iniciar; se trata del juego de palabras que tramas con las fibras de la otra inteligencia, acaso más noble, de lo simple y cotidiano, y de la comida, la alerta de su aroma y el relumbre de tu gusto; a esta hora, que no es tarde ni temprano sino apenas un pliegue del tiempo que se abre y traza en el aire dos umbrales, uno de luz, el otro de piedra, se trata del amor que sustenta tu figura y nutre hacia adentro y hacia fuera tus aciertos, tus dudas y peligros. Y es que lo tuyo es la inocencia cabal y el encuentro que aflora en las personas, esa fuerza primera y armoniosa que te dio su nombre a lomo de un caballo, a galope desnudo y sudoroso, cuando eras un adolescente y desde entonces se quedó y creció contigo, la misma que ahora se tiende más allá, mucho antes y después del arco inmenso de la carne, del silencio sin eco ni mareas en que la nada se apoya y se yergue para ser. Porque lo tuyo es la vida y lo único que sabes de la muerte, hermano, es el horizonte circular en que te tiene y el rumor de agua, la clara y serena risa que te da.
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