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Hugo Gutiérrez Vega
Teoría magiar
Para que se alivie Chema Pérez Gay
Mi primera visita a Budapest fue en el otoño de 1964. Desde el avión de la línea rumana, la anciana y tembelequeante Tarom, vi los agudos perfiles del parlamento y el gris Danubio en medio de Buda y de Pest, las dos ciudades que unidas forman la capital de la nación magiar.
Pasé dos meses en la que fuera la segunda ciudad del “imperio perdido” (José María Pérez Gay dixit), escuchando música, viendo teatro (recuerdo una puesta de Liliom, la obra de Molnar, permitida a pesar de que, para el partido, era muy frívola y su autor visto con desagrado y sospecha), hablando con escritores y leyendo mucho en inglés, francés, italiano y español, pues el húngaro era un país inalcansable. Un amigo, con el afán de tranquilizarme, me dijo que el húngaro era pariente del finés y que tenía una oculta afinidad, de origen uralo-altaico, con el japonés. Esta lección acabó de hundirme en la perplejidad y el descontento, pues me hubiera gustado enormemente leer a los grandes escritores magiares en su hermosa lengua natal.
Comí un día con Laszlo Passuth, el autor de una hermosa novela histórica titulada El dios de la lluvia llora sobre México. Esta fidedigna narración, basada en la crónica de Bernal Díaz del Castillo, muestra un gran respeto por la cultura indígena y por su patrimonio artístico y cultural destruido, en buena medida, por los salvajes conquistadores y sus aparatos represivos y evangelizadores, especialmente la Inquisición. Por supuesto que Passuth reconoce la labor de algunos misioneros ejemplares. Comimos en el restaurante del Bastión de los Pescadores. El festín fue totalmente magiar: sopa de goulash (sabiendo que uno de los comensales era mexicano, el jefe de la cocina le tupió a la paprika), perca del lago Balatón (pescado hermano del blanco de Pátzcuaro), esterhazy rostelios (un asado enriquecido con una salsa de uvas y tokay, el gran vino blanco del sur del país) y un postre inolvidable, túrós palacsinta (crepas delicadísimas rellenas de queso blanco y adornadas con mermelada de frambuesas y grosellas).
Pasamos muchas tardes hablando del gran patriarca de la literatura nacional, Mor Jókai, el autor de El castillo sin nombre, la gran novela sobre el papel que jugó la caballería magiar en las guerras napoleónicas. Jókai escribió decenas de novelas, ensayos y artículos periodísticos, fue un académico poco ortodoxo y un revolucionario que siempre criticó al imperio. Guiado por Laszlo leí Los locos del amor, El nuevo propietario, Diamantes negros, El bello Miguel, Dios es uno y la que, a la postre, fue ni novela predilecta, Mientras envejecemos (a estas alturas de mi vida es uno de mis libros de cabecera).
Por supuesto que pasamos muchas horas leyendo al poeta nacional, Sándor Petofi y a un escritor que me sigue produciendo una emoción profunda, Attila Jozsef. Babits, Szabó, Móricz, Krúdy y Ady enriquecieron mi visión de la literatura magiar que es, sin duda, una de las más interesantes y originales de Mitteleuropa. Lajos Zilahy era un viejo conocido, pues en mis mocedades leí (y vi la extraña película mexicana basada en la novela) Algo flota sobre el agua, uno de los grandes textos danubianos. Ferenc Kormendi fue otro escritor redescubierto pues, allá por los cincuenta, leí su novela La aventura de Budapest, publicada en Argentina y comentada elogiosamente por Borges en una carta que mandó a Passuth para agradecerle el envío de su novela sobre nuestro señor Tlaloc.
Me detuve por días y días y días de gozosa y admirada lectura en la abundante obra de Kostolanyi. Thomas Mann (y recientemente, Sándor Márai) me abrieron las puertas de una de las construcciones literarias más sólidas e ingeniosas de la Europa de entreguerras. En Kostolanyi está presente la kakania musiliana y sus intereses y curiosidades rebasan los límites del imperio y se remontan a etapas históricas muy anteriores. Por eso Mann dice de la novela Nerón, el poeta sangriento, en una carta que envió a Kostolanyi: “Con base en personajes de la historia, usted ha creado para sus lectores un conjunto de seres humanos que están muy cerca de todos nosotros, pues usted supo encontrar la génesis de esos seres en las profundidades de su conciencia de escritor ejemplar.” Gran novela la de Nerón, pero palidece frente a Anna Edes, narración en la que sobresale uno de los grandes personajes femeninos de la literatura europea.
Desde hace cuatro años leo y releo a Sándor Márai y venero su obra maestra, El último encuentro. Le dedicaré un ensayo completo pues el largo silencio que sufrió y que culminó con su suicidio a los ochenta y nueve años, se compensa con el creciente número de lectores deslumbrados.
Salí de Budapest una mañana clara del otoño de 1964. Desde la ventanilla del vetusto Iliushin de la Tarom le dije adiós al Danubio gris.
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