Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de agosto de 2009 Num: 752

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Naturaleza muerta
ORLANDO ORTIZ

Un condenado a cadena perpetua medita
STELIOS YERANIS

Pavana para Ulalume González de León
(1932-2009)

ELENA PONIATOWSKA

El espíritu neoclásico de Eduardo Lizalde
DIEGO JOSÉ

Juan Manuel de Prada: el poder de las palabras
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

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Ilustración de Juan Gabriel Puga

Juan Manuel de Prada:
el poder de las palabras

Jorge Alberto Gudiño Hernández

Inmersos en un mundo anegado de imágenes, en el que lo audiovisual parece portar la batuta que dirige la forma en que el gran público aprehende los contenidos, la polémica respecto a la adaptabilidad del lenguaje está más viva que nunca. No resulta extraño toparse con defensores a ultranza de la lengua, quienes denuestan sin empacho todos los giros lingüísticos, argumentando que cada vez se pierden más palabras. En parte tienen razón. Los significados han terminado por hundirse en un marasmo de signos encontrados que sirven ora para señalar una acción concreta, ora para amortiguar la carga de un sentido peyorativo. Si a ello se le suma la reducción sígnica producto del uso de los medios electrónicos, estos defensores encuentran en las abreviaturas nuevos elementos para concluir que el lenguaje está inmerso en una espiral reduccionista que terminará por modificarlo para mal.

En contraparte, hay estudiosos que ponderan las virtudes evolutivas del idioma. Éste, al contaminarse, avanza, se adecua a los tiempos que se viven. No es inusual toparse con un mensaje cifrado en unos cuantos caracteres, tampoco lo es descubrir que se le entiende. En este sentido, la evolución lingüística tiende a mejorar su eficiencia en un mundo en el que cualquier distracción implica un tiempo perdido. La polémica se legitima. Si, por un lado, nuevos términos y concatenamientos de signos abren la posibilidad a usos excéntricos del lenguaje o, por el otro, en cada nuevo (mal) empleo de una palabra se pierde toda una tradición.

Dentro de este paradigma, muchos autores han apostado por incluir los nuevos giros dentro de sus trabajos literarios. Resulta común toparse con novelas escritas en formato de mail, cargadas de un caló ininteligible o reducidas a una sucesión de emoticons que no alcanzan para transmitir sino unas cuantas emociones simples. Juan Manuel de Prada no es uno de ellos.

Nacido en Baracaldo en 1970, parece ir a contracorriente de muchos de los escritores de su generación. Sobre todo en lo que tiene que ver con el uso del lenguaje. Iniciar la lectura de alguna de sus obras requiere de cierta disposición de ánimo especial. A cada nueva cuartilla es probable encontrar palabras olvidadas, conceptos fuera de uso, intrigas que obligan al lector a echar una mirada al diccionario. Su prosa posee el barroquismo de antaño. La pregunta obligada sería: ¿por qué, en un momento histórico en el que bastan tres signos de puntuación consecutivos para expresar la alegría o la tristeza, Juan Manuel de Prada parece regodearse con las palabras?

La respuesta es, en realidad, muy simple. A lo largo de los siglos la literatura nos ha mostrado su poder para transmitir emociones, para contar historias, para describir un paisaje determinado. De su mano hemos podido adentrarnos en los más recónditos resquicios de una ciudad, hemos aprendido a amar a una mujer o nos hemos abandonado a una trama, obligándonos a continuar la lectura incluso cuando el sueño parece invencible.

Es cierto, los nuevos tiempos exigen eficacia, conseguir un objetivo utilizando la menor cantidad de recursos. Es en este contexto cuando una abreviatura se agradece a la hora de mandar un mensaje de texto por medio de un celular. Sin embargo, no sucede lo mismo cuando uno busca envolver al otro, hacerlo partícipe de una trama compleja. Y las de Juan Manuel de Prada lo son.

Sin ser un autor asaz prolífico, los ejemplos saltan a la vista. Gracias al poder de sus palabras, es capaz de trasladar al lector a una Venecia más anegada que de costumbre. Perderse en sus laberínticas calles es un lugar común en la literatura. De Prada ofrece mucho más. Por medio de una prosa elaborada y compleja, logra que el lector se pregunte si su sensación de extravío no se deberá a que las palabras lo van conduciendo por el camino equivocado. Si bien es cierto que La tempestad (Premio Planeta 1997) puede leerse como una novela de intriga, lo más relevante en ella es la capacidad por construir un ambiente opresivo, de ésos que parecen acechar el menor descuido de los protagonistas.

Es algo similar a lo que sucede con La vida invisible (Premio Primavera de Novela 2003). Trascendido el momento en que una incipiente aventura amorosa se convierte en el punto de partida de un acoso patológico e hiriente, el lector encontrará muchas más preguntas que hacer a la novela. Muchas de ellas estrechamente vinculadas con la forma en que se ofrece la información narrativa.

Son cuestionamientos que se repiten en el resto de sus obras. Probablemente la más ambiciosa es El séptimo velo (Premio Biblioteca Breve 2007). En ella, al igual que en Las máscaras del héroe (reeditada apenas), Juan Manuel de Prada hace uso de otra de sus grandes habilidades, la de recrear una época y un contexto que le son ajenos. De la segunda guerra mundial a la bohemia intelectual de la primera mitad del siglo xx en la España franquista, este autor parece sentirse en plena forma si tiene el pretexto para utilizar su lenguaje refinado. Y estas novelas le abren la posibilidad sin obstáculos.

Pero no todo es miel sobre hojuelas. Una cosa es que el barroquismo salte a la vista, y otra es el que tenga que pagar un tributo por su existencia. Resulta difícil identificarse con los protagonistas de sus novelas: son tan cerebrales como la prosa que los contiene. Y, entonces, el planteamiento se modifica: ¿qué tan válido es lanzar una propuesta formal impecable si, a cambio, se pierde la esencia de lo narrado, vivir la vida de los personajes? Es cierto, su uso del lenguaje nos muestra las posibilidades creadoras del mismo pero, ¿es necesario que dichas posibilidades clausuren la visceralidad? Es el lector quien tiene la última palabra. Si el autor fuera capaz de crear los balances justos, tendría que hablarse de otro nivel dentro de la literatura. Eso no impide que, mientras tanto, gocemos de este autor multipremiado.