Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Naturaleza muerta
ORLANDO ORTIZ
Un condenado a cadena perpetua medita
STELIOS YERANIS
Pavana para Ulalume González de León
(1932-2009)
ELENA PONIATOWSKA
El espíritu neoclásico de Eduardo Lizalde
DIEGO JOSÉ
Juan Manuel de Prada: el poder de las palabras
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ
Leer
Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Epistolaridades
Para L. C., con amor
Platón creía (se dice) en la perfección de la lengua hablada sobre la escrita tal vez porque, entre otras ventajas, cuenta con la cercanía de las personas que intervienen en el diálogo, en la gestualidad y el entorno compartido, en los matices e inflexiones de la voz, en las correcciones y digresiones que forman parte de una manera de comunicarse que supone una personalización. No importa que las palabras se las lleve el aire: quedan en la memoria. Sin embargo, sus famosos Diálogos han traspasado los siglos gracias a que se conservaron de manera escrita (no eran cartas sino el principio de lo que, durante siglos, fue el formato preliminar del ensayo, ese género “inventado” por Michel de Montaigne, el Caballero de la Montaña). Sin embargo, no son el ensayo ni la forma dialogada lo que me interesa ahora, sino una derivación del diálogo escrito: las cartas, eso que griegos y latinos ya conocían como epístolas. Salvo que yerre en mi apreciación, suele entenderse que éstas son mensajes escritos muy extensos y dilatados, mientras que la carta es uno más bien breve, y el recado, algo de escasas líneas (sin embargo, la etimología grecolatina de la palabra no sugiere nada relacionado con la extensión, sino sólo con el hecho de que el mensaje sea escrito).
Es posible que Platón no haya percibido una ventaja de la palabra escrita: la permanencia, la comunicación distante, el volver sobre lo dicho para meditarlo, discutirlo o disfrutarlo; también es cierto que un texto parece inmutable –siempre el mismo–, aunque la recreación de lo escrito se encuentra entre lo tolerado por una partitura musical y las variaciones del texto impreso, tal como lo sugiere Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”: cada lectura modifica la sustancia de la palabra impresa, tanto en el tiempo como en el espacio. Si la oralidad es volátil, ¿será cierto lo afirmado por Horacio?: “Escribir es algo más duradero que el bronce, es permanecer en el decurso de los siglos venideros.” Algunas escrituras cristalizarán, sin duda, la paradoja de ser más resistentes que el más duro de los metales (no obstante que Horacio no pensara en cartas, sino en versos escritos), pero eso no contradice la certidumbre de Freud acerca de que “la escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente”.
Ausencia y presencia: esa es una sustancia que distingue la oralidad de la escritura. ¿Y la idea de una correspondencia epistolar? Surge claramente de la ausencia ocurrida entre dos afinidades (no pienso en la idea del sermón ni en el distante refrendamiento de certidumbres, a la manera de san Pablo –pues no consta que los colosenses ni los corintios le respondieran algo al discípulo de Jesús–, sino en la urgencia de compartir con el interescritor –permítaseme el neologismo en lugar de “interlocutor” –las noticias, ideas y emociones que la distancia impide acercar de otra manera, al modo de Erasmo y Tomás Moro, pero también a la manera de Abelardo y Eloísa).
Salvo alguna vanidad irremediable, el acto de escribir cartas supone un ejercicio de la intimidad inteligente alejada de los faroles de la fama y la publicidad (desde luego, excluyo en esta idea de “carta” todo lo relacionado con lo bancario, publicitario, comercial y oficinesco), pues el lector ideal y real de una carta es el destinatario de la misma. Una novela epistolar como Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos, imagina a un grupo de corresponsales que se escriben (aunque algunos de ellos no saben que sus cartas serán mostradas, indiscretamente, a dos terceros impertinentes: el Vizconde de Valmont y la Marquesa de Merteuil), pero el lector también termina por ser un voyerista intruso, una persona entrometida en las muchas cartas de otros para entender la trama de una fascinante novela. Así, en el plano primeramente propuesto, se cumple ese vínculo imaginado por Calvino entre lector y lectora en Si una noche de invierno, un viajero…: dos lectores que se encuentran afectivamente en el terreno de la escritura y la lectura (y, aquí, el afecto puede incluir la amistad y el amor, como las cartas de Beethoven con sus discípulos en Viena, o las de Antonieta Rivas Mercado con Manuel Rodríguez Lozano).
Que hoy la epistolaridad se ejerza mediante el formato cibernético no modifica la urgencia de escribir cartas: la velocidad ofrecida por internet para los corresponsales es una ventaja moderna, pero no omite ausencias ni distancias, impulsos que, fatalmente, se encuentran detrás del hecho de emprender una carta frente a una hoja, o frente al teclado.
|