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RIPSTEIN (I DE II Y ÚLTIMA DE VER CINE EN MORELIA)
En 1977, poco más de una década después de lo que fuera un debut más que promisorio –Tiempo de morir, 1966--, cuando contaba con treinta y cuatro años de edad Ripstein dirigió la adaptación que él mismo escribiera de la novela El lugar sin límites, del chileno José Donoso. En opinión de muchos --la misma de este juntapalabras-- aquella cinta, de título homónimo a la obra que la originó, no es sólo la mejor de toda la filmografía del hijo del productor Alfredo Ripstein, sino también un referente insoslayable en la cinematografía nacional.
Si asumimos como verdad que dicho filme constituye la cúspide creativa de su autor, por simple lógica deberá estarse de acuerdo en que ni antes ni después alcanzó la calidad y la eficacia entonces mostradas y que, al menos en los últimos veintinueve años, no ha hecho sino descender o, para decirlo de un modo más acorde con los hechos –comprobable fácilmente al revisar su posterior filmografía--, no ha vuelto a llegar a tales alturas.
Valga la mención de tamaña obviedad para poner de relieve algo que podría definirse quizá como una redundancia entrampada: Arturo Ripstein pareciera seguir tratando de hacer cierta película, como si no fuese claro que ya la filmó, completa y muy bien una vez –con un insuperable Roberto Cobo, en el papel protagónico de La Manuela--, y de manera bastante desigual, como en porciones, en varias otras oportunidades en las que ha reciclado, entre muchos otros aspectos conceptuales y de producción, guiños como la canción "Perfume de gardenias", una paleta cromática corrida a rojos y el uso de espejos que Muchagente le celebra.
Dejemos entre paréntesis qué tan cierto sea lo que afirman sus detractores –que los tiene, y no pocos--, en el sentido de que el tal descenso ha sido absoluto, abismal y sin escalas, para concentrarnos en aquello que, sin lugar a dudas, es un demérito innegable, perpetrado contra sí mismo, relacionado con un ejercicio del exceso que comienza desde el momento en que la vieja y sabida máxima del autor, según la cual éste no hace, obra tras obra, sino rondar una vez y otra sus mismas obsesiones, en Ripstein se percibe más bien como si cada nueva película fuese un mismo artefacto de cuerda, del que se continúa esperando movimiento sin darse cuenta de que la cuerda ya está rota desde hace tiempo
EL EXCESIVO EXCESO
Todo lo que hay en El carnaval de Sodoma (2006) ya estaba en las anteriores propuestas del director: más que la miseria, el miserabilismo; más que la sordidez, el regodeo en la exposición de las simas donde florece; más que la pobreza, su apología; más que la derrota, la fascinación que ésta puede producir en quien la sufre y en quien la atestigua. Contumaz frecuentador del barrio bajo, la vivienda en ruinas y el prostíbulo kitsch, Ripstein y Paz Alicia Garciadiego, su guionista de cabecera, desde hace tiempo decidieron que la condición humana es más visible –o que sólo así lo es-- a partir de la sobreexposición y el empleo de un pincel tan grueso como hiperabundante sea la tinta. Así está dibujada El carnaval de Sodoma, como lo estuvieron todas las anteriores películas realizadas por esta dupla, pero esta vez con un énfasis aún mayor en aquellos trazos que la alejan definitivamente de cualquier síntoma de realismo y la ubican en el centro de lo que para algunos es un "universo ripsteiniano" y para otros un inexplicable, innecesario e ineficaz planteamiento reiteradísimo de una metáfora sin asideros, hecha exclusivamente de exacerbaciones: los ya mencionados miserabilismo, pobrismo, sordidismo, derrotismo, pero también folclorismo, pintoresquismo, tremendismo
Hace rato que, cinematográficamente, Ripstein dialoga primordialmente consigo mismo; de propia voz ha confesado, palabras más palabras menos, que si al público y a la crítica no le gustan las películas que él hace, el problema no es ni de él ni de las películas. Tal actitud, como de enfant terrible que ya no puede ser pero quiere seguir siendo, ha sido atemperada cuando no incluso desmentida por la venia, muchas veces manifestada en forma de galardón, que alguna crítica y algún público extranjero otorgan al cine de Ripstein, así en conjunto. Además, hacia los últimos tiempos la que se pretendía coraza indiferente ha ido cediendo y ahora el director de La virgen de la lujuria sostiene que hacer cine es un acto de amor, que él filma para que lo quieran, da las entrevistas que tantos años rehusó conceder
Todo lo cual es positivo en tanto permite ver su cine sin verlo a él, metafóricamente, poniéndose delante de la pantalla y estorbando la visibilidad.
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