Santa María de Onetti
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Carlos Pascual
Santa María de Onetti
Ilustración de
Gabriela Podestá |
¿De qué lado del río está Santa María? De lado equivocado, sin duda. ¿Más Montevideo y menos Buenos Aires? ¿Realmente importa? Cuando Juan Carlos Onetti mira a Juan María Brausen mirar al doctor Díaz Grey mirar la plaza de Santa María desde una ventana de su consultorio en La vida breve, el recuerdo de una visita a la ciudad de Paraná, en la provincia de Entre Ríos en Argentina, le ofrece parte de su perfil. Pero, ¿es importante? Lo importante es que Onetti necesitaba a Santa María tanto como Santa María necesitaba a Onetti. Y no era tampoco que su fascinación por Faulkner le hiciera crear un Yoknapatawha en la ribera del Plata; era que necesitaba tener un control absoluto sobre el puerto –control que no hubiera podido tener sobre Buenos Aires ni sobre Montevideo– para mantener al margen a los niños y a los felices.
Onetti tose y fuma en Buenos Aires cuando concibe al puerto de Santa María. Según sus palabras, la dictadura de un tal Juan Domingo había prohibido algo que se llamaba "Montevideo-Uruguay" y su precaria economía no le alcanzaba para volver a su puerto de origen. Le hacía falta información precisa. Necesitaba un sitio para luego enclavar ese astillero, que también encontró un día por ahí, mientras mascullaba una miseria. Asignatura pendiente; pregunta imbécil: ¿Qué simboliza el astillero? ¿Realmente importa? Cuando queremos encasillar al astillero para hacerlo ubicable, transportable, transmisible, el astillero se escapa por entre los conceptos y se nos va metiendo entre las articulaciones para luego no tomar un sitio preciso y permearlo. Y con él viene Gálvez y Kuntz y la mujer de los zapatos de hombre. Y uno termina marcándose la línea del pantalón con dos dedos ensalivados, y mirando un cielo azul en busca de una lluvia pertinaz a través de una ventana sin cristales.
Juan Carlos Onetti fue tallando su oficio entre Montevideo y Buenos Aires desde el páramo sordo de segundos lugares en certámenes literarios, sucias oficinas de redacción para mantener en vida al semanario La Marcha, y ediciones de sus libros que languidecían por años en mesas de saldos, mientras el mundo literario se amarraba una servilleta al cuello para recibir un boom latinoamericano que de carambola arrastraría al hombre amargo a las lámparas del reconocimiento, llamándolo papá, tío, padrino, para que luego una estúpida junta militar –perdonando la obviedad– lo recluyera al viejo, o casi, en una institución siquiátrica para purgar la pena de haber premiado, como jurado ahora él, una novela que ponía en entredicho la probidad de la policía uruguaya.
Y luego el exilio en Madrid del que ya no volvería a ningún margen del río de la Plata. Exilio que pudo haberse trucado en cualquier momento por los pasos de un macró caído en la desgracia que baja de una lancha al puerto de Santa María, detrás de una señora gorda con un niño en una canasta. Los pasos de un triste chulo hospedado en lo de Belgrano días después, ya en los dominios del astillero, y su corte desganada y triste a la hija única y tarada de un tal Jeremías Petrus y su ruinoso astillero. Larsen, el Juntacadáveres, vuelve de un exilio de cinco años, algo más ajado y escamoso, con los reflejos lentos pero las rutinas tramposas enquistadas en el alma para encontrar un enorme reptil de cemento, hierro y musgo que no se anima a engullir a dos hombres y a una mujer que comen, fuman y beben en una caseta de perro. Larsen vuelve para tener un último gesto humano: albergar una esperanza.
Con una prosa bien humedecida en el desconsuelo de siempre, el Onetti del El astillero vuelve a sumir a sus personajes en un emplaste de ilusiones truncas, mentiras canallas y resentimientos añejos. (Esa larga cadena de desalientos que comenzó un fin de semana en Buenos Aires, cuando el joven Onetti no se aprovisionó de suficientes cigarros –había en la ciudad una prohibición de venta de tabaco sábados y domingos– y no tuvo otra cosa que hacer que aporrear la máquina para burlar a la angustia, hasta que tuvo treinta y cinco páginas que luego se iban a convertir en El pozo.)Y es otra vez el hombre que no alcanza la vida por ningún sitio, por ningún motivo ni gracia, pero que siempre toma el siguiente atajo, se asea, se afeita, se mira a los ojos y se reconoce, por y para la desgracia. Un hombre que se pega al pecho unas violetas por primera vez en su vida, afuera de una iglesia, ya muy cerca de la muerte, para ofrecérselas a una mujer torpe y risueña, con cuerpo de yegua y ropas de niña.
Y acaso pensó Larsen con Onetti que "un Dios probable tendría que sustituir el imaginado infierno general y llameante por pequeños infiernos individuales" cuando vieron que se encendía una farola que "anunciaba sin alharaca al mundo la resurrección puntual del Chamamé". Y si acaso lo pensaron así, el bar Chamamé no era peor ni mejor a nada que estuviera entre Santa María y el astillero. Todo era un infierno general donde las miserias se llevaban en cuerpos que sólo podían ir acumulando frío. Y Larsen, que en palabras del doctor Díaz Grey "parece no enterarse que no nació para morir, sino para ganar e imponerse", va obligando su acabada presencia por ahí, exhibiendo su decadencia y descaro, buscando las callejuelas abandonadas para sonar sus tacones contra el silencio.
Rodeado de literatura fantástica, el amargo uruguayo fue rumiando una fantástica literatura urbana de desencuentros, vidas tortuosas y falsas promesas con tangos que se escuchan a la distancia. Onetti hizo de Santa María un lugar donde su poética –la de los miserables– podía articularse en estructuras complejas y simples a la vez, bajo un clima siempre ruin. Y era esa poética, y no él, quien condenaba a sus personajes a ese miasma existencial destinada al fracaso. Su prosa, en el astillero o fuera de él, no podía adentrarse en esas familias que decía Tolstoi que se parecen entre sí. Su escalpelo literario sólo podía trabajar donde la pudrición social era más obvia; ahí donde la condena de todos nosotros, con sus palabras, se hacía y hace más evidente.
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