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Las noticias que dominan en Occidente sobre el pasado mongol tratan, merecidamente, de Genghis Khan, el fundador de aquel imperio nómada, constituido por un enjambre de tribus de la estepa, emparentadas entre sí y que sólo desde el reinado de Genghis adoptó el nombre mongol. Las más de las veces, sin embargo, aquellas referencias dibujan a un príncipe bárbaro y tumultuoso porque, eso sí, arrasó a los ejércitos del territorio que se extiende del Mar Amarillo hasta las márgenes del Danubio. Con altibajos, esa impresión ha prevalecido a lo largo del tiempo, porque poco se sabe lo que tamaña epopeya contribuyó en los acarreos culturales entre Europa y Asia. La quema de libros y la erección de muros y fortificaciones es tarea común de los príncipes, observa Borges en sus Inquisiciones al recordar a los emperadores de la dinastía Qin, la misma que inició la construcción de la Gran Muralla y cometió la primera quema de libros. Nada más ajeno al príncipe mongol, cuyos ejércitos, por el contrario, derribaron cuanta fortificación hallaban a su paso. Guerrero por naturaleza en tiempos en que la guerra aún contaba con cierta dignidad –si alguna vez la ha tenido– y con fama de cruel y despiadado, lo cierto es que en hechos de armas no hizo nada que sonrojara a Alejandro o a Julio César, no obstante que el espacio geográfico que sometió, en sólo tres décadas, fue varias veces mayor que el conquistado por los romanos en cuatro siglos. El prestigio de su genio militar opaca otra de sus facetas importantes, pues, igual que Napoleón, fue un grandísimo edificador de instituciones. En 1206 creó el Estado mongol, lo dotó de leyes, estableció el alfabeto de su nación y abrió la geografía euroasiática a los flujos migratorios, del comercio y del conocimiento. Fue uno de los primeros gobernantes en decretar la libertad de cultos, codificó las costumbres familiares, organizó un sistema fiscal y un sistema de correos, igual que instituyó las "Credenciales" de los embajadores y otras prácticas diplomáticas. A fin de administrar eficazmente los vastos dominios subyugados, se allegaba, raptando en donde los hallara, a escribas, artesanos, traductores, médicos e ingenieros. Su instinto lo hizo respetar el valor de otras culturas y sus biógrafos afirman que nunca afrentó a sus enemigos. Cuando Europa luchaba contra los seguidores del islam por recobrar los santos lugares, Genghis acogía y estimulaba todos los credos. El más popular de sus descendientes, Kublai Khan, que estableció su corte y la dinastía Yuan en Pekín, dirigió una carta al Papa, con Mateo y Nicolás Polo, en la que solicitaba el envío de misioneros a su imperio. Gracias a aquella gesta, Genghis Khan impuso a su pueblo en la historia mundial y se generó también su mito personal. Así, a pesar de las vicisitudes que ha debido afrontar, el pueblo mongol mantiene vivos sus hábitos y costumbres, su identidad, su lengua y su religión. Establecimientos comerciales, hoteles, escuelas, compañías de taxis, vodkas y docenas de marcas llevan el nombre del héroe. El esplendor del imperio abarcó casi dos siglos a partir de las hazañas de Chinggis, como lo conocen los mongoles. Estudiosos del Renacimiento estimaron sus virtudes pero, caprichos de la historia, durante la Ilustración se opacó su valía. ¿Por qué sobrevivió tan poco el imperio mongol y las huellas de sus alcances se oscurecieron? Sin duda hay que buscar la respuesta en varias causas, pero es claro que se debió principalmente a su nomadismo, puesto que las civilizaciones se desarrollan y subsisten en los centros urbanos. Actualmente unos tres millones de mongoles habitan un territorio equivalente a poco más de tres cuartas partes del espacio geográfico que ocupa México. Por centurias ese espacio áspero que se extiende en los alrededores del desierto de Gobi, desde Manchuria y hasta las inmensidades heladas de Siberia, estuvo poblado por tribus nómadas y aguerridas, ancestros de Genghis. En el reparto de las realidades que establecieron las grandes potencias al final de la segunda guerra mundial, Mongolia acabó con la configuración y las fronteras que hoy conocemos, encajada entre dos gigantes: Rusia y China. Mongolia es un territorio constituido por estepas, montes y desierto. En el trayecto por aire de Seúl a Ulan Bator, primero se atraviesa el Mar Amarillo, se bordea luego Tianjín y Pekín y, a partir de ahí, el avión comienza el ascenso hacia el noroeste, sobre el desierto. El de Gobi es el mayor del mundo, sólo después del Sahara; sus oasis sirvieron de refugio a los mercaderes de la Ruta de la seda y sus arenas aún se levantan en cierta temporada del año, bañando con un fino polvo amarillo las calles de ciudades lejanísimas. Ya en territorio mongol se divisa el terreno plano, árido, monocromo; los relieves que forman los montes se destacan por un ocre más intenso y sombreado. La cercanía del invierno ha tornado el verdor de la estepa en un amarillo oscuro que desde el cielo parece gris. Las planicies abiertas crean una sensación de melancolía y en las colinas destella una escarcha incipiente.
Igual que en tiempos ancestrales, buena parte de la población aún practica el nomadismo, en seguimiento a sus rebaños, pero su trashumancia se achica al paso del tiempo porque ahora los mongoles se concentran lentamente en centros urbanos. La primera capital sedentaria del imperio mongol fue establecida por Ogodei Khan, el tercer hijo de Genghis, a la que llamó Karakorum, que luego Kublai trasladaría a Pekín. Ulan Bator –cuyos habitantes pronuncian y escriben Ulaanbaatar– fue fundada en 1639 bajo otro nombre y significa "Héroe rojo". La ciudad se encuentra en el centro del país, arrimada un tanto al noreste, y no alcanza el millón de habitantes. Estragada por el humo y el polvo, se asienta en una amplia llanura rodeada de colinas. No tiene ningún rascacielos y en su arquitectura predominan las construcciones heredadas de los soviéticos, edificios de pocos niveles a base de hormigón y cemento. Igual que en otras ciudades en crecimiento, el tráfico es caótico; calles y avenidas resultan insuficientes para el volumen de automóviles que sitian el centro de la ciudad. El frío nos impidió recorrerla a pie, pero con facilidad se descubre que no es una ciudad proyectada. En los suburbios proliferan, como hongos humildes, los "gers": las tiendas de campaña que los pastores mongoles tienden y levantan en su continuo peregrinaje. Desde la ventana del hotel, en un octavo piso, parecen como dispuestas a ser trasladadas apenas arribe la nueva estación. En la Plaza Mayor, sobre la Avenida de la Paz, la principal de la ciudad, se yergue la estatua de Sukhbaatar, el héroe nacional que en 1921 proclamó la independencia de China. Y a pocos metros de allí, en la Plaza Ulan Bator, soportando el frío, la bruma y la contaminación, se mantiene imperturbable la estatua de un héroe de otro periodo, la de Lenin, a la que nadie parece recordar. Sin embargo, la herencia de la dominación soviética permanece fresca; se percibe aún en ciertas actitudes de la población, pero es total en la escritura cirílica, que Mongolia adoptó, o le fue impuesta, en 1945, dejando atrás la propia, que consistía en un alfabeto de veintiséis letras, escrito de arriba abajo y de izquierda a derecha (a diferencia de otros escrituras verticales), y que sigue en uso en la Mongolia Interior de China. El mongol, llamado también kalkha, es hablado por unos seis millones de personas y pertenece a la familia altaica, de la que forman parte también el turco y el manchú y, todo indica, el coreano y el japonés. Los orígenes de su escritura se remontan precisamente a la Historia secreta de los mongoles, que habría elaborado un hijo adoptivo de Genghis, hacia 1240. En Ulaanbaatar acontece lo que en muchas partes, pero marcadamente en los países ex socialistas, en donde la revancha mercantil y las demandas de los jóvenes han impuesto el idioma inglés en el trato con los forasteros, mientras que el ruso, que conocen los mayores, se halla en repliegue. Cada vez un mayor número de extranjeros se asienta allí buscando explotar los yacimientos del país, ricos en oro, cobre y otros minerales. El clima es rudo y determinante. En La estepa, Chéjov hace decir a Dimov, aquel personaje rufianesco, luego de que ha ofendido a alguien: "No te enfades, nuestra vida es dura y cruel." Hace un frío capaz de helar hasta las conjeturas. Toda la gente va envuelta en lana o piel, a pesar de que aún no comienza diciembre. La cara se reseca y cuartea con facilidad y de todas las bocas emana vaho sin cesar. Es impensable andar mucho tiempo en la calle sin acogerse a un local cerrado de vez en vez. Así se explica la variedad de marcas locales de vodka que exhiben las estanterías de las tiendas de autoservicio. Con todo, el mongol posee una mirada candorosa y una disposición natural a la sonrisa, que contradice al congelamiento que atenaza al país durante el largo invierno.
El origen de la contaminación que se abate sobre la ciudad proviene de tres plantas térmicas que la abastecen de energía. Las plantas operan a base de carbón, por lo que de continuo arrojan una densa humareda negra que cae como un manto oscuro sobre la metrópoli, a la que se une la producida por las casas que carecen de instalaciones modernas y sobreviven quemando leña o carbón. A unos veinte minutos del hotel donde nos hospedamos, se encuentra el monasterio budista de Gandan, compuesto por varios templos, una escuela de budismo y los aposentos de los monjes. En el templo mayor, ubicado en el centro del conjunto, lamas y estudiantes oraban con un canto monótono, envueltos en telas coloridas sobre asientos comunitarios de madera y cojines. Un Buda de pie, de varios metros de altura, domina el local. En un rincón, una abuela enseñaba a sus nietos la forma correcta de postrarse. Los adultos rezaban con rosarios de ciento ocho cuentas: el número de discípulos de Buda. Afuera, sobre pilotes colocados alrededor del templo principal, los feligreses hacían girar con la mano unos cilindros de latón con relieves, lo cual se debe a que los lamas realizan las plegarias en lengua tibetana, idioma y escritura que desconoce la población mongol, por lo que, conforme a la creencia, al posar las manos sobre los cilindros, los fieles se ponen en contacto con la sagrada escritura. Había también docenas de veladoras encendidas en cada uno de los templos, igual que incensarios atizados constantemente. Antes de que el budismo se impusiera, ya los mongoles se distinguían por su respeto y tolerancia a todos los credos. El franciscano Guillermo de Rubruck visitó Mongolia unas décadas después de la muerte de Gengis, y entre la tribu de los kereites encontró, todavía, a muchos fieles nestorianos. A pesar de la persecución que padecieron los lamas durante el comunismo, el budismo no pudo ser desterrado: actualmente la profesa más del noventa por ciento de la población. La nación mongol conmemora este año el octavo centenario de su fundación. Para festejarlo, la población practica con orgullo sus deportes tradicionales: el tiro al arco, la lucha nativa y las carreras de caballos. Los mongoles se encuentran entre los mejores jinetes del mundo y su historia no se entiende sin el caballo; sólo de caballería estaba formado el ejército de Genghis. Si para los varones homéricos el mar era tránsito inevitable, para los tenaces herederos de la estepa el caballo representa algo más que un medio de transporte: es también su conexión entre el cielo y la tierra. Junto con el caballo, el camello, los bovinos, las ovejas y las cabras –animales todos de rebaño– constituyen el patrimonio de esta población bucólica, cuya alimentación es a base de lácteos, tallarines y carne. Ulan Bator, la capital del imperio que creó Genghis Khan, no posee otro muro que la resguarde como no sea el temple de sus habitantes. Es una ciudad curtida por el frío y la estepa, que mantiene oculto cierto fervor épico. Habrá que volver a ella para desentrañarlo. |