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ANA GARCÍA BERGUA
SETS
Hay pueblos y ciudades del país que no son para el turismo pasajero de los grandes hoteles. Son lugares a los que van a vivir gringos jubilados, como San Miguel de Allende, o como una parte de Puerto Vallarta, y que con el tiempo adquieren un poco el aspecto de sets cinematográficos: le recuerdan a una el pueblito de los Estudios Churubusco donde se filmaban las mismas películas una y otra vez, y que era como una idealización de la provincia mexicana con atrio de iglesia, cantina o quiosco. Claro, lo recuerdan con sus características propias, pero un poco como fondo para que los exiliados en ellos vivan pasiones, huyan de pasados tormentosos o ahoguen en alcohol sus fracasos: Casablancas con tequila. En algunos de estos lugares se han filmado películas, y entonces se espera que el set reviva la emoción del filme.
Uno de mis recuerdos cinematográficos más pasmados son aquellas partes de La noche de la iguana, la obra de Tennessee Williams filmada en 1961 por John Huston, en las que Ava Gardner juguetea con un par de nativos exóticos (glistening beach boys, los llamó Buster Crowley, el crítico del New York Times, cuando salió la película), los cuales gustan de corretear por el jardín e internarse en la selva tocando unos tamborcitos, cosa que en la película representa algo así como la sensualidad (y la facilidad para el malabarismo). Nunca he visto a nadie correr con un par de tamborcitos e ignoro a quién se le puede haber ocurrido semejante cosa, si a Huston o a Williams. En todo caso, La noche de la iguana se filmó en Puerto Vallarta en 1964, mientras Richard Burton y Elizabeth Taylor sostenían tórrido romance y Ava Gardner los ponía nerviosos. Richard Burton le regaló a Elizabeth Taylor una casa, la casa Kimberly, a la que ahora se puede ir en una especie de peregrinación. Primero una recorre algunas calles en subida pronunciada y llega a una reja muy discreta, donde se avisa que si se quiere tour, hay que tocar una campanita y pagar noventa pesos. Una, por no dejar de vivir la experiencia, como dicen, junta sus centavos, toca la campanita y pide el tour. Abre la reja un jovenazo que, la verdad, se ve un poco fastidiado. Le pide a los visitantes que suban y esperen en una sala donde pueden mirar viejos artículos periodísticos y fotos de Richard Burton y Elizabeth Taylor enmicadas y encuadernadas en unas carpetas bastante polvorientas. Los muebles están algo carcomidos; la verdad es que la casa, para ser museo, u hotel –como puede ser–, deja un poco que desear. Al cabo aparece el guía, quien comienza a mostrar los muebles que compró Richard Burton para Elizabeth Taylor –amoladísimos–, fotos en las que aparecen los mosaicos de la cocina o el ventanal del comedor, o esta silla llena de revistas, todo frente a dos gatos indiferentes. Es una casa para fetichistas, para aquellos que se emocionan porque sus ídolos tocaron este plato, bebieron de estos vasos. La casa ya no es de Elizabeth Taylor, está un poco para ser mostrada a los turistas, como parte del set cinematográfico que fue Vallarta. En la alberca, alrededor de la cual se pueden espiar unas habitaciones que han de recordar amoríos míticos –¡cómo!, ¿en esta cama Elizabeth y Richard
ya sabe usted?, o ¿aquí en este baño se lavaba los dientes Elizabeth?– nada un niño gordito que no parece muy emocionado de mojarse en las mismas aguas que los dioses del celuloide. Una piensa en ese fetichismo con los famosos, tan norteamericano, tan tremendo, que los lleva a hacer de la espermática figura de Elvis una religión, o que inspiró a Scorsese aquella película tan buena, King of comedy, en la que una fanática rapta a Jerry Lewis. Pero los que más me llaman la atención, en el fondo del alma, son los guías, que muestran la casa donde seguramente viven –¿qué haría ahí el niño gordito, si no?–, ya con cierta indiferencia, que señalan los lugares donde una se debería tomar una fotografía: en el quicio del balcón donde Elizabeth se tomó a su vez una fotografía (te la muestran), en el puentecito rosa tan kitsch que comunica con la otra casa por donde las luminarias lograban escapar de los fans apostados en la reja. Son como los herederos de los beach boys de aquella película de Houston, pero ya muy cansados, sin ánimo de escurrirse por ahí tocando unos tamborcitos para que una señora cachondona se deslice tras ellos; sus caras parecen decirnos "esto no es nada, si usted supiera
" Y efectivamente, una ya no sabe nada.
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