El bueno, el feo y el malo
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El bueno, el feo y el malo
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Consta en algún lugar que el soberano Estado de Huaxilán se fundó a fines de los sesentas con un nutrido sacrificio en la Plaza de las Tres Culturas, dato que acaso vendría más bien a fechar su descubrimiento, fruto del azoro ante el hecho consumado: "¿Qué país es éste, Agripina?" Porque México no era, ya no podía ser, aunque persistiera el simulacro y siguiéramos allí, haciéndonos guajes. Como quien dice: acabándose México, todo es Huaxilán. Pero el nombre tardó todavía en revelarse, y lo hizo al impulso de nuevos desconciertos, a saber, los que menudearon en el 94, empezando por la declaración de guerra de año nuevo y el asesinato del futuro presidente. "¿Qué es todo esto, dónde estamos?" Aquí nomás como siempre en la tierra de no pasa nada, donde el simulacro rige y el absurdo prospera. En una palabra, Huaxilán.
Huaxilán es un estado mental, un mundo paralelo, un país imaginario en estrecha relación de correspondencia con éste que llamamos real. Tiene, por ejemplo, un prócer ilustre de nombre Benigno Suárez, y una ciudad fronteriza bautizada en su honor, y una epidemia de asesinatos en dicha ciudad que es el tema de Las muertas de Suárez, la más reciente de las farsas huaxilanas que he ofrecido al morigerado interés del público lector, y al parecer la primera que se llevará a escena. Contento de escuchar al fin un eco por ese lado, me he puesto a pensar en otros posibles temas para continuar el ciclo, entre ellos los avatares del Partido.
Al igual que Estados Unidos Mexicanos, la República de Huaxilán gozó muchos años de una "dictablanda" de partido con visos de democracia. No era mala componenda, pero por angas o por mangas se fue descomponiendo. Según decía Luis Buñuel, "si en México se acaba la corrupción, empieza el fascismo"; o sea que sus actuales colmos han de ser patadas de ahogado, ya que debe de estar casi extinta. En Huaxilán, en cambio, es el exceso de corrupción lo que conduce al fascismo, cuando el Partido cambia de colores y la dictablanda se endurece.
Lo cual está en veremos, tanto aquí como allá, y no es prudente profetizar en tierra propia. Por otra parte, sobre los orígenes del Partido tengo ya encauzada una obra que no se desarrolla en Huaxilán. Pero entre ambos extremos –como quien dice el principio y el fin– hay sin duda otros momentos propicios al tratamiento fársico: digamos, aquél que muy bien podría ser el principio del fin, cuando la inteligencia de la imperial Yanquilán infiltra las altas esferas del Partido y llega de hecho a gobernar el país a lo largo de tres periodos presidenciales, por otras tantas interpósitas personas ya de entrada caracterizables como el Bueno, el Feo y el Malo.
El Bueno batalló en su juventud por la democracia, y de algún modo su pertenencia al yis (Yankeeland Intelligence Service) viene a ser como una continuación de aquello, toda vez que colabora primordialmente en el espionaje ciudadano, tan esencial (también) para las democracias populares que se sueña presidiendo. Es carismático, alegre, enamorado y paseador. Le gusta lanzar frases libertarias que alarman a las "fuerzas vivas" y animan a los trabajadores a movilizarse
sólo para sufrir represiones que la opinión pública achaca al ministro de gobierno, el Feo, quien de acuerdo con la tradición sucede al Bueno en la presidencia.
El Feo es suarista de hueso colorado, un patriota a la antigua que sabe estar a la altura de los tiempos nuevos, como demuestra su eficaz trabajo con el yis. Después de todo, si el mismo Suárez tuvo tratos con los yanquilanos
Y claro está, la cosa es conservar la dignidad. Así, cuando el embajador pretende que el presidente le rinda cuentas, topa ora sí que con hueso, pues el Feo no rinde cuentas más que a su superior en el Servicio, con quien mantiene una relación sumamente cordial.
El Malo es más joven que los otros y algo tiene de niño problema. Como secretario de gobierno, colabora con el yis sólo de mala gana, por lo que podría creérsele más escrupuloso que el presidente. Se erige así en su mala conciencia, además de su fiel servidor, y entre una cosa y otra se hace del control. Organiza un movimiento popular que culmina en el nutrido sacrificio que decíamos, del cual el Feo tiene que hacerse responsable. Durante la presidencia del Malo, nominalmente populista, se inicia de hecho el viraje que a la larga permitirá al Partido desentenderse por entero del pueblo y reformarse al gusto de los intereses imperiales.
La historia podría contarse completa, con mayor o menor lujo de detalles, en una telenovela o una teleserie, de no ser porque entre nosotros la televisión, para fines prácticos, no existe. Otra posibilidad sería sintetizarla en una película de ritmo rápido y amplias elipsis, salvo que el cine, entre nosotros, pervive apenas como vestigio de una civilización antigua.
¿Y en teatro, que era de lo que hablábamos? Ah, pues en teatro
Tendría que haber la tragedia del Feo, que por ser feo carga con la culpa y queda como el villano de la historia pese a tener las mejores intenciones. Es, como quien dice, el que da la cara y recibe las bofetadas, mientras que los otros dos se hacen guajes y salen bien librados; para mayor seguridad, el Malo da incluso en dictar la historia, razón por la cual se le conoce como el Gran Dictador.
El Bueno muere poco después del sacrificio, con sus ilusiones muy dañadas. El Feo arrastra otro decenio su mala fama y se consuela platicando con los muertos, pasatiempo común entre los ex mandatarios huaxilanos. El Malo sobrevive para ver culminado el proceso que iniciara, y quizá platique a su vez con los muertos, al menos en sueños. O sea, que la obra podría ser simplemente una de esas pláticas, con el vivo y los difuntos en el onírico páramo de un escenario vacío recorrido en momentos oportunos por un cambiante coro de espíritus. Esto ya parece una idea teatral; acaso algún día llegue a más.
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