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VERÓNICA MURGUÍA
NOSTALGIA DE LA LLUVIA
Qué contradictorio puede parecer este título, pues en el df, mientras redacto estas líneas, llueve. Llueve, se descomponen los semáforos; llueve, se va la luz (y yo debo terminar esto que escribo); llueve, se inunda la azotehuela y debo destapar la coladera con un gancho de ropa. Llueve. Pienso en Chiapas, en las casas que se llevó el agua el año pasado y que no han sido reconstruidas. En la falta de una estrategia de recuperación pluvial en esta ciudad donde es posible al mismo tiempo padecer falta de agua y tener el departamento anegado. Llueve. La ropa puesta en los tendederos chilangos se moja: me pregunto cuánto cuesta una secadora de ropa y si aumentará demasiado el consumo de electricidad.
Escribió Dante Alighieri: "Llovió después en la alta fantasía." Esa sentencia ha sido repetida por muchos a lo largo de los siglos como una verdad, de ésas que son indudables, pero que nadie puede comprobar. Unos la han transformado: para Italo Calvino, la fantasía es el lugar donde llueve. Para mí el lugar donde llueve puede ser casi cualquiera, pero sólo hubo un tiempo –ay, casi irrepetible– en el que vi, sentí y me mojó íntegramente la lluvia: la infancia.
Debo aclarar que no siento particular nostalgia por mi infancia, tan problemática como la de cualquiera, y que me da risa la noción general de que la niñez es una época encantada. Embrujada sí, porque la mayoría de los niños viven inmersos en una extraña colección de cábalas inventadas por ellos mismos, en un mundo arcano, prisioneros de la escuela, de la casa familiar y sin la capacidad de articularlo. La mayor parte de las apremios que los agobian pueden parecernos triviales, pero a ellos no. El niño que tiene miedo en la noche sufre tanto como el adulto que teme ser despedido, o que tiene que pagarle a Hacienda, pero pocos de quienes lo rodean lo entienden. El corazón latiendo desbocado, el miedo a lo ignoto, al dolor físico, todo eso siente el niño que está convencido de que bajo la cama hay algo espeluznante, peludo o cubierto de escamas repulsivas y en el que solamente él cree. Los niños no pueden llegar de la escuela después de que se les entrega la boleta de calificaciones, y decir con un suspiro "necesito un tequila", para luego encender un cigarro.
Además tienen que disimular cuando están de mal humor porque, o sus padres se preocupan, o los regañan por majaderos.
No, jamás he querido regresar a la infancia porque recuerdo con exactitud la sensación de no poderme hacer entender; cómo todo me quedaba grande –el lavabo, las escaleras, las alacenas–, y porque me daban miedo los vampiros. Pero a la infancia pertenece la casi animal pureza de la percepción. A la infancia corresponde la nariz pegada a la ventana exhalando nubecitas de vapor, mientras por el vidrio se escurren delgados arroyuelos y los dibujos hechos sobre el cristal con el índice. A la infancia atañen el olor eterno de la tierra mojada y el asombro feliz ante el arcoíris, los pies hundidos en el lodo, la satisfacción de quitarse la ropa empapada y tocarse la piel erizada y amoratada sin preocuparse por el resfriado.
El paraguas era cosa de adultos, un artefacto vagamente amenazador ("¡No te vayas a picar un ojo con eso! ¡Dame acá!"), asociado con la mala suerte. En cambio, ¡qué lujo maravilloso era el impermeable de plástico como el de los policías de tránsito!
De niña, una tarde nublada en la playa le pregunté a mi madre qué era esa mancha gris en la lejanía, una especie de telón opaco que bajaba de una nube al mar, preñado de relámpagos semejantes a venas por las que circulara plata. Me contestó simplemente: "lluvia". Allí me quedé, sentada en la orilla, con la arena metiéndose en los calzones de mi traje de baño, hasta que oscureció. Vi cómo esa tormenta lejana se desplazaba de un lado a otro del horizonte. En esa playa yucateca a los ocho, nueve años, observé por primera vez cómo llovía sobre las olas, inmovilizada, como si me hubieran hipnotizado. Cuando llegó por fin adonde estábamos nosotros, cayó con tal fuerza que deshojó las palmeras y abrió estanques de agua dulce en la arena.
Ahora, si repitiera exactamente los gestos de ese día lejano, resultarían, sospecho, impostados. Preocupada por refrendar esa alegría inmaculada, la mancharía con mis expectativas. Por eso digo, bajo un cielo gris, dispuesta a dejarme empapar por el chipi chipi, que tengo nostalgia de la lluvia.
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