Denis de Rougemont: 100 años de pasión
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Denis de Rougemont: 100 años de pasión
Andreas Kurz
Finalmente Marcos concedió el divorcio, Tristán regresó de un viaje de negocios que se había extendido de manera imprevista, e Iseo ya controla los síntomas bipolares manifiestos desde la partida de Tristán. La boda se organiza y nada pasa que la impida. Tristán e Iseo se casan. No hay ceremonia religiosa, se entiende: ella divorciada, por un lado; y por el otro, no quieren callarse los que hablan de un matrimonio ya existente de Tristán con una homónima. Aun así, Tristán e Iseo se casan, y con la señora Tristán, o de Tristán, o doña Iseo de Tristán, el mito se acaba.
El marido procura no escuchar los reproches de la esposa mientras ve, cahuama en mano, cómo México falla el primer penal en la final de Alemania 2006. ¿A dónde se fue el joven pasional de hace diez años, que me regalaba flores a diario y me decía que yo era su vida, me deseaba, y me hacía sentir plena y realizada? Este joven, con playera rota y barba de una semana, se apasiona por el futbol. O por la política, o por el cine, o por los libros, o –el peor pero más frecuente de los casos– por otra mujer. Los roles pueden invertirse, por supuesto, pero no soy de los hombres que se piensan capaces de ponerse en los zapatos del otro género, del Otro.
Las escenas aludidas son clichés, triviales y demasiado cotidianas. Sin embargo, disfrazan mecanismos psicológicos trascendentales y casi místicos. Denis de Rougemont, suizo de nacimiento y uno de los centenarios de este año, se dio cuenta en los años treinta del siglo pasado y escribió Amor y Occidente. Es una obra de juventud, con errores y descuidos, que no refleja los intereses vitales de su autor dirigidos sobre todo hacia la unidad europea, la creación de una sociedad pacífica y pensadora, la búsqueda de una convivencia armoniosa entre Occidente y Oriente. Aun así: Amor y Occidente es el clásico, la gran obra de Denis de Rougemont.
El suizo establece su tesis principal desde el comienzo: el amor pasional es casto y sólo puede realizarse en la muerte. La pasión apunta hacia la nada existencial. En una relación pasional sólo importa la pasión, nunca el Otro. Iseo estorba a Tristán, así como la presencia de éste impide la pasión de aquélla. "Te amo con pasión" puede traducirse como "quítate de mi vista". El sentimiento sufre varios cambios y adaptaciones a entornos nuevos en el transcurso de los siglos; el mecanismo, no obstante, permanece inmutable, siempre cruel e irresoluble. No cabe duda de que la ópera de Wagner resume, mejor que cualquier otra obra artística, el fatalismo constitutivo del mito: un beso "inocente" (en realidad se trata de un beso criminal) inicia la relación pasional –los amantes huyen el uno del otro, es decir, huyen de la aniquilación– y ésta se produce en el último acto de la obra: la muerte de Tristán e Iseo, la ausencia definitiva.
Son pasionales los amores de Werther, de René, de María, y de miles más en la literatura universal. No hay happy end. Apenas el cinematógrafo inventa el final feliz que, por lo regular, se ubica antes del matrimonio. Tendrán hijos y estarán contentos, pero ya no se amarán pasionalmente. No cabe duda: el matrimonio destruye la pasión, pero salva vidas. Aunque, eso sí, necesariamente fracasa. El divorcio es inevitable y no depende de ningún acto jurídico. Vivir lado a lado, durante décadas, sin percatarse ya de la presencia del otro, es divorcio suficiente. Sin embargo, hay que corregir levemente la afirmación categórica de Rougemont de que no hay texto literario que describa un matrimonio feliz y pasional. Barbey dAurevilly, en una de sus Diabólicas, "La felicidad en el crimen", presenta a una pareja que, a pesar de varias décadas de unión matrimonial, se ama con la pasión de los primeros días, son autosuficientes, no necesitan a nadie más, se exentaron ellos mismos de la convivencia social. ¿El problema? Su relación legal sólo fue posible a raíz de asesinar a la primera esposa del hombre: la felicidad se basa en un crimen, la descarga pasional mata, aunque, en este caso, sea a un tercero.
Freud, medio siglo mayor que Rougemont, había anticipado los hallazgos mitológicos del suizo con su hipótesis (nunca la elevó al rango de teoría) del Todestrieb, de una pulsión hacia la muerte. Eros solo no gobierna nuestra psique, necesita de Tánatos como contrapeso. Las pulsiones yoícas pretenden armonizar las tensiones y, por ende, regresar a un estado psíquico antes del surgimiento de éstas. El único estado completamente libre de tensiones es la no-existencia, lo inorgánico. Las pulsiones sexuales representan el principio vital y se oponen a Tánatos. Una vez librada la libido, sin embargo, el Todestrieb predomina, hasta que Eros otra vez haya recargado sus pilas. La biología y la idiomática alemana parecen darle la razón al psicoanalista. Ciertos organismos sencillos mueren después de haberse reproducido. En ellos, Eros sólo una vez tiene el derecho de hacer de las suyas. Por otro lado, el orgasmo se llama popularmente "la muerte pequeña", en alemán. No sé si existe una forma parecida en español. La expresión parece insinuar que Tánatos ha ganado una batalla, pero que Eros una vez más se recuperará, aunque la victoria final será de Tánatos.
Freud sólo excepcionalmente aplicaba sus teoremas psicológicos al desarrollo histórico y social de su época. Denis de Rougemont sí usa el mito de Tristán e Iseo para explicar grandes acontecimientos históricos, y para profetizar. Y en eso falla. Piensa que, en 1938, no existe ningún peligro de guerra, ya que la "descarga pasional", que había causado todos los conflictos bélicos, se produce en los laboratorios, es decir, mediante la construcción de artefactos de variada índole que regulan y subyugan la pasión pacíficamente. Rougemont se refiere a pan y circo. Se equivocó trágicamente. Sin embargo, setenta años después, en su centenario, la profecía sí parece cumplirse. Peligro de guerra hay en muchos lados, pero, por lo menos en Europa y Norteamérica, millones de gadgets atraen la energía pasional y nos embrutecen dentro de una ilusión de felicidad perpetua, otra forma de muerte, del cumplimiento de la pasión.
"Ay, cariño" –dice la esposa–, qué bueno que ya no me peles. ¿Te sirvo tu chela? Hay un partido padrísimo en la tele. ¿Te la prendo?" Quiere vivir la señora.
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