Muchas veces cometemos el error de no prestar la atención necesaria a lo que de verdad es importante. Vamos dejándolo todo para después sin darnos cuenta de que esa palabra – después– lo mismo puede referirse al término de unos minutos que a muchos años; sin embargo, y diría que por fortuna, de pronto algo –un encuentro, un recuerdo, una fecha– nos impulsa a enmendar la falta.
Hoy, con motivo del Día del Maestro, reparo la que involuntariamente cometí con una persona maravillosa ante quien siempre estaré en deuda: la maestra Eva. Pequeña, redondita, de ojos claros, pulcra, siempre vestida con ropas oscuras salpicadas con el polvo del gis: su herramienta para sembrar en sus alumnos el deseo de aprender, su arma para combatir la ignorancia y el temor.
A quienes fuimos sus alumnos, la maestra Eva nos enseñó, entre muchas otras cosas, a amar a México y apetecer el mundo; a adaptarnos a nuestras realidades sin sentirnos ajenos a los sueños. En el aula nos inició en el misterio de los números y nos hizo deslumbrarnos con todo el poder de las palabras.
Aunque con imperdonable demora y a sabiendas de que ella jamás podrá leer este mensaje, quiero reiterarle mi agradecimiento por su paciencia, su generosidad y su ejemplo. Debí habérselo dicho en el momento en que nos despedimos, al concluir aquel festejo que cerró el año escolar: para mis compañeros y también para mí el último de la primaria.
II
Para que no me olvides
A pesar de que era invierno, aún recuerdo que la mañana de nuestro festival escolar fue luminosa y tibia. En el patio donde se habían dispuesto las sillas para las familias invitadas, los alumnos, ya libres de toda restricción, íbamos de un lado a otro haciéndonos bromas, intercambiando datos o autógrafos que escribíamos en las últimas hojas de algún cuaderno ya sin tapas y lleno de borrones: “A Chela, de su amigo el Tobi.” “De Luis para Ernestina.” “Adiós, carita de arroz.” “Para que no te olvides de tu amiga Lucero.”
Junto a la fuente o al pie de la escalera que conducía a la Dirección posaban para don Aniceto –el fotógrafo oficial en nuestros eventos especiales– los niños que, por ser alumnos distinguidos, habían participado en el programa y gracias a sus disfraces estaban convertidos en chinacos, adelitas, guerreros, san marqueñas, tehuanas.
En medio de tantos personajes vistosos, aquel año sobresalieron los reyes y las reinas que bailaron al ritmo de Alejandra en un elegante salón imaginario: ellos, con las líneas de su falsa vejez marcadas a lápiz en la frente, barbas de algodón y corona de hojalata; ellas, con vestidos ampones, su primer maquillaje, una tiara de bisutería y un abanico de papel en la mano.
Al paso de los minutos, en las camaritas fotográficas iban quedando los que eran momentos de gloria para los niños y de satisfacción para los padres y abuelos, siempre extrañados de que el tiempo transcurrido entre el primer día de clases y el último hubiera pasado tan pronto: “Parece que fue ayer cuando te traje por primera vez.” “Nunca nos habíamos separado. No te imaginas cómo llorabas y lo feo que sentí cuando me preguntaste si de veras iba a volver por ti.” “Cuando te inscribimos estabas chiquitito y mírate ahora: no tardas en alcanzarme.”
III
Un recuerdo
En una de aquellas fotos para el recuerdo aparece la maestra Eva rodeada por sus alumnos del 6º “C”. La conservo y con ella guardo también la luz de una clara mañana de invierno, la traza de aquel patio bordeado de fresnos, el eco de las risas y de la música que salía deforme, casi irreconocible, a través de nuestro pésimo equipo de sonido.
Cerca de las 2 de la tarde, hora en que Delfina tenía orden de cerrar las puertas de la escuela, me acerqué para despedirme de la maestra Eva. Cuando nos dimos la mano le hice la promesa de que volvería a visitarla. En respuesta me sonrió con un gesto que tardé en descifrar: expresaba cierto cansancio por las muchas veces que, a lo largo de su experiencia profesional, había escuchado la misma oferta sin que llegara a cumplirse.
La maestra Eva tuvo razón en desconfiar de mí: nunca volví a visitarla, pero a diario la recuerdo de muchas maneras: atravesando el patio para imponer el orden en las filas de niños a punto de comenzar sus clases, subiendo la escalera rumbo a su salón, señalando en el mapa territorios lejanos. La imagino poderosa, de pie tras su escritorio, revisando tareas, dictándonos, oyendo nuestras torpes lecturas en voz alta. Atenta siempre.
La evoco sobre todo como la vi por última vez en el salón ya vacío. La encontré sola, ocupada en sacar de los cajones sus listas, su preciado juego de geometría –herencia de su madre, también profesora–, sus libros. Al terminar lanzó una mirada general a los pupitres con iniciales grabadas en las tapas a punta, lápiz, tinta o de manguillo. Después se acercó al pizarrón y se puso a borrar despacio, como si lo lamentara, la frase que había escrito esa mañana, a manera de despedida general: “Antes de que decidas por qué camino seguir, mira en ambas direcciones de la calle y luego, por mucho que te alejes, nunca olvides de qué lado tienes el corazón.”
Siempre que rememoro esas palabras me parece que estoy frente a la maestra Eva: pequeña, redondita, de ojos claros y con la ropa oscura recamada con polvillo de gis.