En el prólogo de su libro Narcoperiodismo, que se publicó en otoño de 2016, Javier Valdez Cárdenas trazó, quizá, un autorretrato en ese momento difícil de llenar la maldita página en blanco. “Las manos del reportero tiemblan, quiere escribir la verdad y la palabra miedo se anota sola… pero aun así le dice al teclado: “ándale cabrón, no te agüites, digamos lo que sabemos”.
Para este libro, Valdez –corresponsal de La Jornada durante 18 años– traspasó finalmente las fronteras de su Sinaloa y se sumergió en las redacciones y rincones oscuros de Michoacán, Coahuila y Durango, Chihuahua, la Ciudad de México y Veracruz para indagar sobre ese momento en el que se cruza el camino del periodista con el de la represión y el crimen organizado y todo termina en balazos, tortura, llanto y tragedia irreparable.
En éste, que sin saberlo fue su último libro, expresó algo que quedaría como una especie de testamento para el gremio, para nosotros, sus compañeros: “Reportear en el abismo, tener un pedazo de voz, lo suficiente para decirle al lector que también esto es vida, que en el desierto o la costa, en la gran ciudad y en las fábricas, los baldíos y las avenidas, queremos un país mejor, un país donde la libertad de expresión, la igualdad de género, la tolerancia, no sean sólo parte de un discurso político, de una retórica sucia, vieja, inútil”.
Para entonces, Javier guardaba ya en su corpachón alegre pasión, experiencia y miedo en dosis iguales. Iba a terapia, quizá buscando cómo manejar y equilibrar esas tres fuerzas que lo jaloneaban. Pero seguía trabajando sin parar, seguía yendo por el hijo a la escuela, seguía ayudando a su esposa Griselda Triana, también periodista, en los quehaceres de la casa, seguía riendo y haciendo reír a los amigos. Y cuando podía, se escapaba al hermoso jardín botánico de su ciudad a dialogar con sus demonios.
En las ligas mayores
No fue el primero ni el único, pero sí uno de los casos más destacados de los reporteros “de provincia” en jugar en las grandes ligas de la prensa internacional.
Sus logros eran extraordinarios. Contaba ya con ocho libros publicados en un lapso de 12 años. Uno, su primero, Malayerba, fue prologado por Carlos Monsiváis. Es decir, entró al mundo editorial pisando fuerte. Otro, Miss Narco, fue llevado a la pantalla grande. Uno más, Levantones, fue traducido al inglés con el título The taken: true stories of the Sinaloa drug war.
Pocos reporteros logran ese récord. Y menos, todavía, consiguen que el grueso de sus lectores fueran jóvenes. Además, libros no de ficción, sino de periodismo.
Lograba enganchar a un lector joven por su estilo. Era capaz de trazar párrafos así, como el del relato “Prefiero ser cabrona”, donde describe a una guapa mujer, sicaria, a quien entrevistó: “Aquí no hay placeres, no los hay. Pregúntale a un carnicero si tiene placer al cortar la carne cruda que ni se va a comer. Placer es ir a un restaurante y que te la den ya asada, en su jugo”.
No era sólo el estilo. Era lo profundo de la información que manejaba, su comprensión de la coyuntura y sus resortes. La ética y el compromiso social. Por eso, no había corresponsal extranjero que pasara por la capital sinaolense que no llevara entre sus contactos indispensables el teléfono de Javier, el de los mejores tips. Y, lo más valioso, era veraz. Confiable.
Además, por la trascendencia del trabajo del equipo editor de Ríodoce –del cual es fundador– fue a Nueva York a recibir en 2009 el Premio Internacional a la Libertad de Prensa y, meses después, el prestigiado galardón María Moors Cabot, junto con el equipo de El Faro, medio digital de El Salvador. No cualquiera.
Por lo tanto, Javier era viejo lobo de mar si se trataba de ser entrevistado. Pero cuando viajé a Culiacán para conversar con él sobre el lanzamiento de este libro reaccionó extrañado por mi primera pregunta. Quise saber cómo había sido para un chavo –bato, pues– de su generación haber crecido en esa ciudad con tantos paralelismos con el Chicago de Eliot Ness. Cosa rara, nunca le habían preguntado sobre su niñez y juventud.
Javier nació y creció en el viejo barrio Rosales, de clase trabajadora, que entonces tenía calles sin pavimentar y predios que funcionaban como campos de beisbol. Me contó que siempre fue consciente de una línea invisible que dividía irremediablemente a familias comunes y corrientes, como la suya, y los otros, los gomeros, serranos hoscos, todavía muy pocos, que bajaban de la montaña con la pasta de opio y se quedaban a vivir en la capital sinaloense, pero sin integrarse jamás con sus vecinos. Eran los años 70.
Esos forasteros rudos fueron sustituidos hacia sus años de adolescencia por otros vecinos, verdaderos villanos. Valdez tiene vivo el recuerdo de uno de esos: un tipo violento que andaba por sus rumbos con una Uzi 9 mm terciada y mataba gatos y perros a su paso. Era policía y también narcotraficante, y todos sus vecinos lo sabían. Ahora está en la cárcel. Los niños de entonces ya empezaban a distinguir el miedo como compañero cotidiano.
No salimos a buscar esas historias; se atravesaron
Cuando cumplió 20 años y empezó sus pininos en el periodismo, esa línea invisible volvió a trastocarse. Los narcos del barrio comenzaron a ejercer entre los jóvenes cierta atracción fatal. Empezaba ese coqueteo, ese guiño de la sociedad culichi hacia los narcotraficantes. “La convivencia ya no podía deslindarse, ya estábamos con ellos. Ya eran parte de nuestra vida”.
Formó parte de esta generación de periodistas a quienes alcanzó la ola de esta guerra incomprensible. Lo dijo varias veces: “Nosotros no salimos a buscar esas historias de la violencia y del narco. Ellas se atravesaron, estaban ahí”.
Muy pronto, las páginas de los periódicos y los espacios de los medios convencionales se vieron rebasados. Eran demasiadas historias cabronas (por decirlo en sus términos), demasiadas tragedias, fosas y lágrimas. Y algo que él nunca perdió de vista; muchos huérfanos que iban quedando en la cuneta de la vida después de cada homicidio.
Los reporteros empezaban a ver que sus libretas y grabadoras se rebasaban. Piezas valiosas se les iban quedando en el tintero. Y empezaron a escribir más largo, más desde sus adentros, para no olvidar, para el registro; finalmente, para publicar libros. Algunos buenos, muchos mediocres. Los de Javier, entre los mejores.
Hasta que para este reportero en la cima de la creatividad, llegó febrero de 2017 y todo se nubló. Ese mes un personero del capo Dámaso López se acercó a él para una entrevista que fue publicada por Ríodoce y posteriormente por La Jornada. En cuanto los repartidores dejaban los ejemplares de esa publicación (domingo 19) en sus puntos de distribución, principalmente farmacias y sucursales de Oxxo, pisándoles los talones llegaban comandos que compraban todos los ejemplares, sin siquiera deshacer los paquetes. Lo hicieron en todos los puestos, a lo largo de toda la ruta a donde llegaba el semanario.
“Ahí sí le dije: tienes que irte”, relata Griselda recordando esos días oscuros. “Y me prometió que sí. Empezó a moverse con Ríodoce, con el editor de La Jornada Josetxo Zaldúa (su compinche y jefe) y con el CPJ (Comité para la Protección de los Periodistas, por sus siglas en inglés).
Habló con nuestros hijos, Tania y Fran. Los muchachos se agüitaron, pero entendieron”. Viajó a la Ciudad de México para consultar con los directivos de este periódico sobre lo que procedía hacer.
Le propusieron salir del país durante una temporada, por protección; quizá a alguna capital latinoamericana donde pudiera seguir escribiendo sobre sus temas y recuperar el aliento. Se estaban analizando los detalles para dar ese paso. Sólo quería ir una vez más a Culiacán a ultimar algunos asuntos personales. Elena Gallegos, entonces coordinadora de información general, le dijo la noche antes de su partida: “Ya no te vayas, chaparrito. Aquí haces falta. Ya te tengo una orden de trabajo para mañana”.
Los gatilleros le ganaron la carrera.