He aquí una muestra más de la enorme capacidad de observación, percepción y aproximación crítica al fenómeno de la pintura, del gran Rainer Maria Rilke (1875-1926) ante la obra de otro grande de la pintura, Paul Cézanne (1839-1906).
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Las pinturas de Cézanne transformaron la visión de Rilke sobre el arte y la vida, marcando indeleblemente su visión poética, y el mundo le debe a este encuentro fortuito el nacimiento de dos obras maestras indiscutibles de la literatura: Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo. Las visitas diarias al Salon d’Automne representaron para Rilke una especie de iniciación, una forma de contemplación reflexiva, donde los límites entre espectador y objeto iban desapareciendo gradualmente para dar vida a un nuevo aprendizaje. Como Cézanne, Rilke estaba interesado sobre todo en alimentar un conocimiento interior, en establecer una experiencia de intimidad y en difundir una perspectiva capaz de renovarse periódicamente. Las excepcionales cartas del poeta y novelista austríaco Rainer Maria Rilke sobre el trabajo destacado del pintor francés Paul Cézanne, todas ellas dirigidas a su esposa, la escultora alemana Clara Westhoff, fueron escritas entre junio y octubre de 1907. El encuentro de Rilke con la obra de Cézanne tuvo lugar cuando el célebre poeta contaba treinta y dos años de edad. Para entonces ya era un escritor reconocido y con varios títulos publicados, entre ellos Historia del buen Dios y Ofrenda a los lares. Cézanne había muerto un año atrás y París conmemoraba su pérdida con una gran exposición retrospectiva en el Salon d’Automne en 1907. Durante su estadía en la ciudad, Rilke tuvo la oportunidad de visitar esta importante exposición, que se transformó en una especie de peregrinaje diario durante toda su estancia.
Nota y traducción de Roberto Bernal.
Primera carta. París, 9 de octubre de 1907.
Querida Clara:
Hoy quiero contarte un poco sobre Cézanne. Con respecto al trabajo, mencionó haber vivido como bohemio hasta los cuarenta años. Que sólo después de conocer a [Camille] Pissarro le dieron ganas de producir. Pero en tal medida que en los últimos treinta años de vida no hizo más que pintar. Aparentemente sin alegría, con rabia continua, en desacuerdo con cada uno de sus trabajos, de los cuales ninguno le parecía alcanzar lo que él consideraba indispensable. Llamaba esto la réalisation y lo encontró en los venecianos que vio antes en el Louvre, y que había revisado y vuelto a ver y reconocido incondicionalmente.
El elemento probatorio, el “hacerlo ocurrir”, la realidad percibida gracias a su experiencia con el objeto, a la indestructibilidad, es lo que le parecía la tarea más verdadera de su trabajo; viejo, enfermo, reducido cada tarde al placer del trabajo diario, regular (hasta el punto que a menudo, a las seis de la tarde, se iba a dormir después de haber probado distraído la cena), malhumorado, desconfiado, burlado cada vez que iba a su estudio, escarnecido, maltratado –aunque celebraba el domingo, escuchando como un niño la misa y las oraciones, y pedía amablemente a la ama de llaves, la señora Brémond, una comida un poco mejor: quizá esperando cada día alcanzar el resultado que consideraba esencial. Con esto había sobrecargado su trabajo de la manera más obstinada (si se puede creer al cronista de estos datos, un pintor no muy simpático que había estado un poco con todos). Al retratar paisajes o naturaleza muerta, conscientemente inmóvil delante del objeto, lo asumía sólo después de complicadísimas circunvoluciones.
Comenzaba con colores muy oscuros y cubría su profundidad con una superficie de tono ligeramente superior, y así continuaba, aclarando color sobre color, hasta llegar poco a poco a otro elemento figurativo en contraste con el primero sobre el cual, partiendo de otro centro, trabajaba repitiendo el mismo recurso. Pienso que los dos procedimientos –el de la asunción visual y palpable, y el de la apropiación, el uso personal de lo alcanzado– contrastaban dentro de él, quizá en seguida preso de la conciencia de que comenzaban a hablar, por así decirlo, al mismo tiempo, con la palabra excluida permanentemente, separándose sin tregua. Y el Viejo soportaba su discordia, caminaba hacia adelante y hacia atrás por el estudio que contenía una luz inadecuada, porque el constructor no consideró necesario atender el diseño original, que en Aix[-en-Provence] estaban de acuerdo en no tomarse en serio. Caminaba de un lado a otro en su estudio, con manzanas esparcidas aquí y allá, o se sentaba desesperado en el jardín y permanecía sentado. Delante de él estaba la pequeña ciudad, con su catedral, que nada presagiaba; la ciudad para ciudadanos de bien, sin pretensiones, mientras que él, como su padre, que era capellán, había previsto que se había vuelto diferente; un bohemio, como su padre lo veía y como él mismo creía. Este padre, sabiendo que los bohemios son pobres diablos y que parecen, se había propuesto trabajar para su hijo, se había convertido en una especie de pequeño banquero al que la gente (“porque era bueno”, decía Cézanne) llevaba su dinero, y Cézanne le debió a su previsión si más tarde tuvo lo suficiente para poder pintar en paz. Quizá fue al funeral del padre; quería también a la madre –pero no estuvo presente en su entierro. Se encontraba sur le motif, como lo llamaba.
Durante ese tiempo el trabajo era ya tan importante para él, que no toleraba derogaciones, ni siquiera aquella que su piedad y su sencillez debían haberle recomendado. Se hizo famoso en París, poco a poco lo fue más. Pero con respecto a los avances que no lograba (y que sí hacían los otros, y además cómo…), sólo tenía desconfianza; en su memoria estaba demasiado presente la imagen infiel de su destino y de su arte, que [Émile] Zola (se conocían desde jóvenes y eran conciudadanos) había descrito en L’Oeuvre. Desde entonces se cerró a todo intento literario: “Travailler sans le souci de personne et devenir fort”, gritaba a sus visitas. Pero una vez se levantó de la mesa mientras Zola contaba sobre Frenhofer, el pintor que Balzac inventó para su nueva novela, Le chef-d’œuvre inconnu (de la que te hablaré), con una anticipación increíble acerca de las futuras evoluciones en la pintura, haciéndolo naufragar en una tarea imposible después de descubrir que no existe un contorno, sino sólo matices oscilantes: al oír esto, el Viejo se levantó de la mesa sin tener en cuenta a la señora Brémond, que no veía con buenos ojos semejantes extravagancias, y, sin voz –debido a la excitación–, se señaló a sí mismo varias veces con certeza y se expuso a sí mismo, a él, a él mismo, por doloroso que esto pueda ser.
Tampoco Zola había comprendido de qué se trataba: Balzac había intuido cómo de repente, al pintar, se puede llegar a una magnitud tal, que sólo se puede sucumbir. Pero al día siguiente ya estaba retomado su esfuerzo; a las seis de la mañana estaba de pie, cruzaba la ciudad para ir al estudio, donde permanecía hasta las diez; después regresaba por el mismo camino para comer, se alimentaba y otra vez estaba lejos, a veces media hora más allá del estudio, sur le motif, en un valle frente al cual se levantaba indescriptible el monte de Sainte-Victoire, con todas sus miles de bondades.
Se sentaba allí durante horas, ocupado en encontrar y en asumir en sí mismo los “planos” (de los cuales hablaba siempre con las mismas palabras de Rodin, hecho singularísimo). En general, con sus frases recuerda a Rodin. Por ejemplo, cuando se quejaba de lo destruida y deformada que estaba cada día su antigua ciudad. Sólo que mientras la gran conciencia equilibrada de Rodin conduce a una constatación objetiva, el viejo solitario, enfermo, era arrollado por la ira. Al volver a casa, por la noche, se enfurecía por algunos cambios, y cuando se daba cuenta de cómo la ira lo agotaba, al final se prometía: “me quedaré en casa; trabajar, sólo trabajar”.
A partir de tales cambios –para peor– en el pequeño Aix, concluye asustado sobre cómo podría irse a otra parte. Una vez que se habló del presente, de la industria y de todo lo demás, estalló “con ojos aterrorizados”: “Ça va mal… C’est effrayante la vie”. Algo horrible que crece en el exterior, un poco más cercano a la indiferencia y a la burla; al mismo tiempo, surge el Viejo con su trabajo, que todavía pinta desnudos a partir de viejos dibujos hechos en París cuarenta años atrás, sabiendo que Aix no le permitiría una modelo. “A mi edad –dice– podría disponer como máximo de una cincuentena, y sé que en Aix jamás podría encontrar a una.” Así que vuelve a pintar con sus viejos dibujos. Y pone sus manzanas en una servilleta –de la que un día la señora Brémond notará su falta–, coloca en medio botellas de vino y algunas cosas más que pudo encontrar. Y, como Van Gogh, hace de estas cosas sus “santos”; las compromete, las obliga a ser bellas, a significar el mundo entero, toda la felicidad, todo el esplendor, ignorando que las ha llevado a hacer esto por él. Y se sienta en el jardín como un perro viejo, el perro de este trabajo que lo llama, lo maltrata, le hace padecer hambre. Y en todo se aferra a ese Amo incomprensible que sólo el domingo, pero sólo un poco, lo deja volver al buen Dios como a su verdadero señor. (Y los de fuera dicen: “Cézanne…”, y los señores de París escriben su nombre subrayándolo, orgullosos de estar bien informados.)
Esto es lo que quería contarte; en muchos puntos tiene bastante relación con cosas que nos rodean y también con nosotros.
“Afuera llueve con furia, ahora como en el pasado./ Adiós… mañana volveré a hablar de mí… / pero tú sabrás cuánto lo hice hoy también…”
Segunda carta. París, 21 de octubre de 1907.
Querida Clara:
Pero, en realidad, quería hablar de Cézanne: hasta ahora no se ha explicado cuánto avanza la pintura con los colores, cómo deben dejarse completamente solos para que puedan confrontarse entre sí. Su relación recíproca: aquí está toda la pintura. Quien se entromete, quien pone orden, quien hace interactuar sus reflexiones, el propio ingenio, el propio amparo, la propia flexibilidad espiritual, no hace más que perturbar y oscurecer rápidamente su labor. El pintor (como el artista en general) no debería llegar a la conciencia de sus propios recursos: sin recorrer un camino más largo en la continuidad de sus reflexiones, sus progresos, oscuros para él mismo, deben penetrar el trabajo tan rápidamente que ni siquiera él pueda reconocerlos en el momento de su paso. Ah, pero quienes, en cambio, en ese punto los espían, los observan, los controlan, aquí se transforman como el hermoso oro del cuento, que no podía seguir siendo oro sólo porque algún detalle no estaba en su lugar. Que las cartas de van Gogh se puedan leer tan bien, que sean tan ricas, en el fondo habla en su contra, como, por lo demás, habla en contra del pintor (excepto por Cézanne) el hecho de que quería, sabía, sentía justo esto y aquello; que el azul le recordaba el naranja y el verde al rojo: que, secretamente, a la escucha de su ojo interior, pudo escucharlo hablar dentro de él, resulta muy curioso. De este modo [Cézanne] pintó sus cuadros: permaneciendo en el plano de una sola contradicción y, al mismo tiempo, pensando también en la simplificación japonesa del color, que coloca una superficie en el tono más cercano al superior, o en el más bajo, todo sumando en un valor absoluto, lo que lo conducía de nuevo al contorno trazado y explícito (es decir, concebido) de los japoneses, como los marcos de planos yuxtapuestos: a una intención y a una arbitrariedad demasiado evidentes, por lo tanto, en una palabra, a la decoración. Un pintor que escribe, es decir, uno que no es escritor, indujo a Cézanne a expresar en sus cartas también cuestiones pictóricas; pero basta con leer las pocas letras del Viejo y se comprenderá en seguida lo torpe que era para esta práctica, y lo odiosa que era para él mismo. No podía expresar casi nada. Las frases que registran sus intentos se alargan demasiado, se enredan, se descomponen, se anudan, y al final las dejaba en paz, fuera de sí, con rabia. En cambio, pudo escribir con gran claridad: “Creo que lo mejor es el trabajo.” O: “Hago progresos día tras día, aunque lentamente.” O: “Tengo casi setenta años.” O bien: “Le responderé con cuadros.” O: “El humilde y colosal Pissarro” (que le enseñó a trabajar), o bien, luego de enfurecerse (ya casi relajado y con una bella caligrafía), la firma íntegra: Pintor Paul Cézanne. Y en la última carta (del 21 de septiembre de 1905), después de haberse quejado de su mala salud, dice simplemente: “Continúo con mis estudios.” Y el deseo que luego habría de cumplir al pie de la letra: “Me juré a mí mismo que moriría pintando.” Como en una antigua representación de una danza macabra, la Muerte, detrás de él, le tomó la mano y la llevó, en un estremecimiento de placer, a la última pincelada; su sombra ya llevaba algún tiempo en la paleta y tuvo tiempo de elegir, entre la gama abierta y redonda de los colores, el que más le atraía; cuando tuviera que tomar el pincel, lo agarraría y pintaría… por lo pronto, ahí estaba; lo tomó y dio su pincelada, la única que estaba en su poder. [… ]