Uno de los placeres más buscados en París, a la llegada de la primavera, tanto por los parisinos como por los turistas, es sin duda sentarse a la mesa de una terraza de café. Después de un invierno que se alargaba interminable en un abril grisáceo y friolento, un sol radiante hizo al fin su aparición cerca de mediados de mayo. De inmediato, las terrazas que se extienden sobre las aceras colindantes con bares y cafés fueron invadidas por el gentío ávido de sol y tibieza. Con tanto más gusto, después de dos años de pandemia, confinamientos, toques de queda, máscaras, vacunas y el barullo de debates y disputas de las campañas para la elección presidencial.
Como cualquier otro habitante de París, tengo mis terrazas favoritas. Una de ellas, a la vuelta de la esquina en la calle Lagrange, es la del Palais de la Griserie, un restaurante chino-tailandés que cierra el establecimiento por las tardes, pero deja las mesas puestas en la banqueta. Como a ninguna otra persona se le ocurre sentarse a una de esas sillas durante esas horas de cierre, puedo contemplar con tranquilidad a los pasantes y gozar de una cierta soledad que permite el ensoñamiento.
La otra terraza es la de la panadería La Parisienne. Concurrida a toda hora del día por gente que compra algún tentempié, los propietarios de la tienda ofrecen asientos y mesas a sus clientes en una larga terraza. Pero, como no es obligatorio consumir, los pasantes descansan algunos momentos bajo el toldo que protege del sol y de la lluvia. Situada en pleno bulevar Saint-Germain, los caminantes que pasan frente a La Parisienne son innumerables. El espectáculo vale la pena y es gratuito. A pesar de la propaganda de los productores de atuendos para imponer su mercancía, la libertad vestimentaria resiste a estos ataques para uniformar a la gente con la misma marca de pantalones, faldas, zapatos y demás prendas, tal como se uniforman las mentes con la llamada política correcta y conforme. Así, no faltan los atuendos y los peinados estrafalarios entre jóvenes y viejos, obesos o flacuchos, mujeres y hombres.
Distraída con el desfile de pasantes, me sobresalto de pronto: la vecina acababa de espantar con su bolsa a tres de esas aves que Carlos Fuentes llamó “siniestras palomas” al escribir sobre su invasión de la plaza San Marcos en Venecia. Palomas grises, citadinas, forman parte del paisaje de París. Al huir, una de las tres aves pasó por mi mesa y tiró mi taza de café. Impávida, siguió su vuelo hacia otra mesa donde logró escamotear una baguet con jamón a una vecina. Se me hizo raro que las palomas osaran esos robos. De costumbre, se limitan a recoger las migajas caídas al suelo. En el cielo, volaba una parvada de palomas en formación que me pareció militar. Me reí de mi extravagante idea, sin pensar más.
Dos días después, la puerta de entrada a La Parisienne estaba cerrada con llave. La vendedora me hizo señas de entrar por la salida, y me explicó que se vio obligada a mantener cerrada esa puerta porque las palomas se meten en banda y se lanzan con voracidad sobre los pastelillos.
Las imágenes de Los pájaros, de Alfred Hitchcock, me cruzaron por la mente. Pensé en los tres cuervos que vuelan sobre el jardín del edificio donde vivo y que una tarde pasaron rozándome la cabeza intimidándome. Recordé las gaviotas de Dieppe picando mi mano con sus enormes picos para arrancarme un trozo de pollo. Imaginé a los elefantes de un rincón de Asia que vengan a sus ancestros atacando los descendientes de los hombres que los maltrataron. Qué lejos de los gorriones que hace años llegaban a mi mesa en la terraza del Deux Magots para picotear un pan después de volver su cabecita hacia mí como si me pidiera permiso.
Cargada con una bolsa de tartaletas, me siento a la terraza de la pastelería y veo rondar las voraces palomas con menos hambre que ganas de mostrar sus fuerzas. Y no, no estoy imaginando: La Parisienne mantiene cerrada con llave una puerta.